Jean Juan Palette Cazajús
En los vuelos del capote,
con el toro que va y viene,
juega al estilo andaluz,
en una clásica suerte,
complicada con la muerte
y chorreada de luz.
(Manuel Machado)
Considerada desde el espesor inalterable de la violencia humana intraespecífica, la muerte del toro no aparece particularmente escandalosa. Interpela sobre todo a los citados adeptos del animalismo en tanto que función «endotélica», aquella que trata de estabilizar el eje interior de los seres humanos frágiles e inseguros, aquella que les brinda, como toda creencia salvífica, la ilusión de una finalidad. Interpela a los cándidos creyentes en una redención inminente de la naturaleza humana, a los incautos que piensan estar recorriendo las últimas etapas de su crucero hacia la salvación. Gente incapaz de resistir la tentación totalitaria, gente a la que le resulta «imposible no sentir aversión […] por todos aquellos que, por ser algo, nos impiden serlo todo», escribía Jean-Jacques Rousseau. Prohibir las corridas de toros tendría una única pero grandísima ventaja: la de demostrar por fin su absoluta incongruencia con la maldad humana. El mal es precisamente aquello que no puede prohibirse. A lo largo de todo el presente viaje no hemos ignorado en ningún momento la gravedad moral de toda relación a vida o muerte con lo que Claude Lévi-Strauss llamaba «la sustancia peligrosa de los seres vivos». Grande es la diferencia entre matar o no matar a un animal, sin embargo, no fue, durante miles de años, una disyuntiva ética. Fue la diferencia entre un acto necesario y fundador de la historia humana y su contrario, que solo podía ser un «no acto», es decir algo que no tenía alternativa ni juicio posible. Por esto los hombres, en los Vedas, en el Pentateuco, seguramente desde mucho antes, velaron por que fuesen codificadas y culturalizadas «las reglas de la buena muerte animal». El aficionado a los toros es tan sensible y capaz como cualquiera para valorar la legitimidad y la coherencia –pero también las incoherencias– de cualquier problemática animal.
Sacaremos del acervo de la tradición filosófica dos conceptos antinómicos que nos ayudarán a entender la excepcionalidad de la corrida de toros: Por un lado, el concepto de «contingencia», aquello que puede ser, o no ser. Por otro, el de «necesidad», aquello que no puede no ser. La corrida es una práctica «contingente», es decir que siendo, bien podía no haber sido y bien podría no ser algún día. Cuando llega a morir un torero, lo volvimos a leer con motivo de la muerte de Iván Fandiño (17.VII.2017), uno de los «chistes» rituales, inevitables, de los animalistas consiste en exclamar: «Toros: equis miles, toreros: 1». No por consabida, menos indecente equiparación de la vida animal y humana. Cuando lo que la corrida de toros pretende transmitir es exactamente el mensaje contrario. La corrida de toros constituye un acto performativo que nos dice que la frontera ontológica entre humanos y animales es abismal y debe mantenerse sagrada. La corrida de toros es una liturgia que proclama y celebra aquella jerarquía y la prelación de valores que permiten construir una ética del respeto humano. La corrida de toros convoca, provoca e invoca el misterio fundamental: la emergencia, en principio altamente improbable, del hiato que terminó distanciando definitivamente al animal humano del resto de la biocenosis, es decir la adquirida conciencia de la «necesidad» de la muerte.
Lo repetiremos: en términos puramente evolutivos, para la filogenia de las especies, las nociones de «muerte» y de «vida» están sumidas en una misma indeterminación ya que, de algún modo, vienen constituyendo una misma y única secuencia biológica. Solo adquirirán un sentido antinómico cuando sobrevenga su proceso de interiorización en el seno de las mentes humanas, aquello a través de un largo y tardío proceso, digámoslo así, de «desgajamiento», cuando la conciencia y el lenguaje llegaron a estar en condiciones de nombrar a una y a otra, de diferenciarlas y de establecer su absoluta contradicción existencial. En esto consiste la «anomalía evolutiva» que estuvo en el origen de la emergencia humana, la que propició que el intersticio biológico entre la «vida» y la «muerte» –irrelevante en cualquier otra especie– se convirtiera, para los ejemplares de la nuestra, en morada de una «vivencia». La multiplicidad de los factores evolutivos, aleatorios, culturales, que concurrieron en la construcción de aquella anomalía llamada sujeto humano autorizan a resumirla en tanto que pura conciencia de la propia finitud. Antes, solo había aparición, evolución, mutación, desaparición y sustitución de las especies en medio del absoluto silencio cósmico.
Es decir que el individuo humano emerge «contra» las leyes de la naturaleza física. Luego tiene que pechar con este desequilibrio fundacional, con el vértigo de este descentramiento. Tenemos derecho a pensar que esta anomalía letal fue la que vino induciendo en el hombre, definitivamente carencial, actitudes mentales llamémoslas metafísicas, llamémoslas profilácticas, que desembocarán en su pertinaz necesidad de recurrir a las ilusiones teleológicas. Y esta misma anomalía ontológica en que consiste la humanidad es la que hace inevitable que todos los sueños teleológicos, de la clase que sean, religiosos o políticos, estén abocados a terminar inexorablemente en el fracaso y la frustración. Hoy vemos, además, cómo el hombre ha contagiado la fragilidad de su destino a la mayoría de las restantes especies. Hablando de la singularidad humana, no tiene sentido la noción de «vida» individual, la propia expresión constituye una contradicción biológica. Lo que hay son existencias, destinos, aventuras, enigmas, fracasos, desgracias, despropósitos, mediocridades individuales. Y absurda resulta entonces, hablando en lengua «camusiana», toda existencia humana, definida por el cisma radical entre la conciencia de su terrible brevedad fisiológica y el horizonte infinito de su capacidad espiritual. Y a pesar de que la existencia humana nos resulte absurda, pensamos, con el autor de El hombre rebelde, que nos incumbe el deber y la lucidez de asumir la aventura de vivir. En cambio, también deberemos asumir como absurda cualquier meta salvífica que nos propongan, a mayor abundamiento la indigencia de las perspectivas existenciales que nos quiere vender la ideología animalista.
El conocimiento de que la muerte es «necesaria» en sentido filosófico, es decir inexorable, algo que no puede no ser, es el trágico privilegio y el eje sacro de la condición humana. De principio a fin, dijimos, la práctica del toreo solo cobra sentido con la puesta en riesgo de la vida del torero. Es decir que la conciencia del riesgo asumido por el torero, la conciencia de su muerte potencial, es el instrumento que incorpora en la corrida, no solamente la presencia filosóficamente «necesaria» de la muerte humana, sino también la presencia de la libertad. Nada como la corrida de toros celebra y recuerda la presencia-conciencia de la muerte como condición de engrandecimiento y dignificación de la existencia humana. Piénsese, si no, en otra modalidad de fatalidad mortal, particularmente mediocre y carente de toda grandeza, carente de toda finalidad: el accidente de tráfico que reduce la realidad humana a su peor precariedad aleatoria, al amasijo de carnes sanguinolentas y de chatarra humeante. Degradante realidad cotidiana, la evocada, no obstante tranquilamente metabolizada y asumida por nuestras sociedades. No solamente se pierde la vida en aquellas ocasiones, sino la pertenencia a la humana condición. La sangre sucia en el asfalto, entre cristales rotos y restos orgánicos, nos retrotrae a la insignificancia cósmica del caracol aplastado que cruje bajo el zapato. Por esto, el asta letal del toro perfora y destroza las carnes pero devuelve sus víctimas a la inocencia y a las zonas del alma que solo conocieron los héroes primeros. El torero muerto nos devuelve al mundo de sentimientos y al tipo de imaginación que alumbraron los relatos fundadores de nuestra condición.
Se comprende así que a la infrecuente muerte del torero corresponda el infrecuente indulto del toro. Por un lado, el fin trágico del torero, simbólico del sino mortal de la humanidad, debe ser «necesariamente», pero debe ser de manera excepcional. Por otro, el indulto que libra al toro particularmente bravo de la muerte, concediéndole así una humanidad metafórica, también debe ser, pero asimismo debe ser excepcional, porque invierte el orden ontológico de las cosas. Hablar de «bravura» del toro consiste en juzgarlo según los valores de la comentada Andreia de los griegos, o de su heredera, la Virtus romana. Y así tanto el concepto de «bravura» como el de «indulto» son antropomórficos como lo es buena parte del vocabulario que sirve para hablar del toro. El indulto al toro bravo, no nos engañemos, bebe en la misma fuente animista que sustenta la sentimentalidad animalista. Y así, lo que nos muestra en filigrana el indulto, al convertir excepcionalmente el toro en humano metafórico, es un indicio, una indicación necesaria de que la muerte del toro nunca es libre de interrogantes. Pero tampoco debemos olvidar que hacer del toro, solo que excepcionalmente, un humano metafórico es también la manera paradójica de recordar, por antífrasis, hasta qué punto –fundamentalmente– no es humano. Y al mismo tiempo, es la manera de recordar que toda muerte reviste una ineludible gravedad y plantea una inevitable pregunta.
Por más que sepamos que el único «ser-hacia-la-muerte» es el torero, lo que viene a confirmar, sin sorpresa, el acontecimiento ocasional del indulto es que los humanos se caracterizan por su tendencia espontánea a generalizar, de manera universal e indiscriminada, su exclusiva conciencia de la muerte. No dudan en extender esta sombra trágica al resto de los seres vivos. Ni debe ni puede banalizarse pues la muerte del toro sin banalizar al mismo tiempo la grandeza de la corrida de toros. Perfectamente consciente de los trascendentales envites que subyacen a la polémica, el aficionado a los toros ejemplar es aquel que duda. Aquel que, seria, lúcida y dolorosamente, asume situarse en el filo de la navaja de la disyuntiva, antes de decantarse por la adhesión a unas prácticas, las de la tauromaquia, que solo pueden significar muy serias convicciones existenciales. De modo que la corrida de toros, «la corrida de muerte», viene a ocupar un espacio fronterizo entre contingencia y necesidad y termina abriendo en la conciencia un hiato vitalmente transgresivo y ansiógeno. La corrida de toros aparece así como uno de los escasos lugares en que suele producirse, efectivamente, una exteriorización absoluta del sujeto humano fuera de los aplomos cotidianos de su condición básica.