Carlos Moliner
Reflexionando sobre el papel de los empresarios en la sociedad, Henry Ford les recomendaba entender un poco de finanzas, pero no mucho, porque si se hacían demasiado expertos empezarían a pensar que pueden pedir prestado dinero en lugar de ganarlo, y luego pedirían prestado más dinero para pagar lo que habían pedido prestado, y en lugar de hombres de negocios se convertirían en malabaristas del crédito.
Ojalá le hubieran hecho caso. Pero la destreza en esa clase de malabarismos es hoy uno de los requisitos para convertirse en un líder político o empresario de éxito. Además, los organismos o instituciones encargados de asegurar el correcto manejo de las cuentas, desde los Bancos Centrales a los Ministerios de Hacienda, de Tribunales de Cuentas a observatorios de gasto de Fondos Next Generation, forman también parte del engranaje general del crédito y la deuda. Todos los estamentos favorecen la creación de más y más deuda, hasta el punto de que cualquier justificación es buena para seguir creando dinero desde la nada y aumentar en paralelo el nivel de endeudamiento de países y empresas. Una pandemia, la transición ecológica, la guerra con Eurasia… cualquier excusa es buena para seguir destruyendo tejido productivo y acumular deuda.
No hay problema que no pueda solucionarse enterrándolo en dinero, ni proyecto descabellado que no cuente con generoso respaldo financiero. Con una sola y excepción: la inversión productiva. Por absurda que sea la idea que se le ocurra, si implica una destrucción neta de capital, con la correspondiente deuda asociada, no tardará en encontrar a alguien que se la financie. Si por el contrario intenta dar solución a un problema real, introducir medidas de ahorro o prudencia en el gasto, o sentar las bases de una producción futura, no cuente con fondos para llevarla a cabo, y ármese de valor para las dificultades que encontrará en su camino, proporcionales a los beneficios esperados de la solución a aplicar. Por ceñirme al caso de España, comparen los recursos dedicados a la lucha contra el cambio climático con los empleados en lograr un abastecimiento de agua y energía asequibles para todos los españoles.
Este esquema perverso, mantenido en el tiempo hasta extremos que parecen violar las leyes de la realidad, esta tendencia antinatural que vemos reproducida en muchos otros órdenes, exige una explicación.
Cui prodest
David Rogers Webb, en su libro La Gran Toma (The Great Taking), aporta una: la existencia de un plan para empobrecer a la población y mermar así su resistencia ante los cambios políticos que se avecinan.
Webb es un antiguo gestor de fondos de alto riesgo que se ganó los galones trabajando en firmas de primer nivel durante los momentos previos al estallido de la conocida como burbuja punto com. La clave de su éxito se debió a que a partir de un punto comprendió que los bancos centrales estaban manipulando los mercados financieros, algo que no puede sorprender a estas alturas de expansión monetaria, pero que en aquellos primeros años de transición entre los siglos XX y XXI caía dentro de la teoría de la conspiración. Webb observó que era posible adelantarse dos o tres días a los movimientos del mercado conforme a un patrón muy sencillo: si se aceleraba la creación de dinero, se podía esperar un mercado alcista en los días siguientes, y lo contrario para el caso de una desaceleración en la «impresión» de billetes. Que su fondo lograse sortear la crisis y obtener rendimientos extraordinarios que le valieran para montar su propia firma de inversión dan fe de la fiabilidad de su método.
Al estudiar con más atención la relación entre la Reserva Federal y los mercados de capitales, Webb se remontó a la época en la que se decidió la creación de la Fed, y descubrió un inquietante patrón: cada una de las crisis sucedidas desde principios del siglo XX hasta el presente han ido seguidas por la adopción de una serie de medidas que invariablemente han beneficiado a los bancos propietarios de esa institución. ¿Sería aventurarse demasiado concluir que ellos mismo provocan las crisis que les acaban beneficiando? Webb, con excelentes argumentos, cree que no.
En pocas palabras: no tendrás nada y serás feliz
El libro de Webb comienza explicando la situación previa a la creación de la Reserva Federal en Estados Unidos, una economía floreciente caracterizada por el nacimiento de multitud de empresas que, gracias a sus rendimientos extraordinarios, lograban financiarse por sí mismas o a través del crédito proporcionado por una desordenada red de prestamistas, pequeños bancos e inversionistas particulares.
Luego llegó el pánico bancario de 1907, una operación que tiene ecos recientes en el caso de GameStop, y la intervención de JP Morgan para salvar la situación devino en la creación de un grupo de banqueros privados capitaneado por él mismo para salvar posibles situaciones futuras similares. Así nació la Reserva Federal, la «criatura de la Isla de Jekyll» en palabras de Edward Griffin, que aludía al lugar en el que se celebró la reunión de políticos y banqueros que dio lugar a su creación.
Para Webb, esta fue la primera de una serie de crisis manufacturadas conforme a un plan concebido para eliminar la competencia, aumentar sus beneficios, y en último término manejar la economía mundial. Este proceso, que requiere una gigantesca concentración bancaria, se aceleró en el período entre las dos guerras mundiales, y desde entonces ha ido dando pasos hacia una economía dirigida desde arriba en la que el control sobre la actividad quedaría garantizado mediante el recorte de los derechos de propiedad. El punto de llegada sería una economía de usuarios, no de propietarios, en la que el disfrute de los bienes estaría sometido a condiciones fijadas por los auténticos propietarios, los mismos que constituyen la Reserva Federal.
El inconveniente es que la gente tiende a aferrarse a lo que es suyo, de modo que hay que buscar formas ingeniosas para arrebatárselo sin que se den cuenta.
De la misma forma que Webb fue capaz de prever lo que sucedería en los mercados detectando el patrón que guiaba los movimientos de la Reserva Federal, ahora observa movimientos legales y financieros que anticipan una requisa generalizada de los valores bursátiles, bonos y propiedades hipotecadas en manos de los particulares. Esta es la gran toma que da nombre a su libro.
El dinero en el banco
El método elegido para desposeer a los derechos de propiedad de sus legítimos dueños incluye la modificación de varios fundamentos legales y financieros que van más allá de la intención de este artículo.
Pero sí describiremos cómo funciona y algunos de los indicios que dan pie a pensar que lo que Webb denuncia es un riesgo real. Y para ello nos valdremos de un paralelismo conocido por todos: el dinero en el banco.
El dinero solía representar un derecho de propiedad sobre una cantidad determinada de oro, y de ahí extraía su valor. Así, un billete de cien dólares era como un cheque al portador por el valor estimado de la cantidad equivalente en oro, y como tal podía presentarse al cobro en cualquier momento allí donde hubiera sido emitido, en lugar de usarse para comprar cualquier otra cosa.
Hoy esos billetes mantienen su aspecto y funcionamiento habituales, pero ya no su contrapartida en oro. El patrón oro fue abandonado y ahora se puede crear dinero desde la nada sin necesidad de contar con las reservas en oro que lo respalden. Para los usuarios de ese dinero, el público en general, esto supone un evidente riesgo, y ninguna ventaja evidente. Entonces ¿por qué se ha aceptado el cambio de un sistema al otro sin ninguna contrapartida? La respuesta es sencilla: porque no hubo alternativa, dado que el nuevo sistema se impuso de manera unilateral y coordinada sin consultarlo con los usuarios.
Por otra parte, cuando se hizo público, la mayor parte de la gente no entendió las consecuencias del cambio. Se presentó como una solución para evitar el crecimiento de la inflación y solucionar el déficit de la balanza comercial de Estados Unidos, y los medios generalistas, que podrían haber contribuido a explicar sus otras implicaciones, hicieron exactamente lo contrario.
Décadas antes de dar la puntilla al patrón oro en 1971, una medida que por cierto se anunció como temporal, y que continuaba la senda iniciada por la Emergency Banking Act de 1933, se habían ocupado de modificar la naturaleza del contrato que convierte al banco en custodio de nuestro dinero al abrir una cuenta corriente (un depósito bancario). La diferencia es fundamental, porque un depositario tiene la obligación de conservar el bien en depósito, mientras que si lo que contrae el banco con nosotros al abrir una cuenta es una deuda, nada le impide operar con nuestro dinero a su antojo en la medida en que luego nos lo pueda devolver cuando lo solicitemos.
En palabras de la sentencia del caso Foley v. Hill and Others en la Cámara de los Lores en 1848, que fijó la jurisprudencia que luego pasaría también a Estados Unidos:
El dinero puesto en custodia de un banquero es, a todos los efectos, el dinero del banquero, para que haga lo que quiera con él: no es culpable de ninguna quiebra de confianza al emplearlo, no responde por el principal si lo pone en peligro, si se decide a especulaciones arriesgadas, no está obligado a guardarlo o a tratarlo como propiedad del principal, pero, por supuesto, sí es responsable por la cantidad, porque así se ha contratado.
En suma, el banquero puede hacer con nuestro dinero depositado en su banco lo que quiera, en la medida en que lo devuelva cuando se le pida.
Ahora vayamos un paso más allá: si nuestro derecho de propiedad sobre ese dinero ya es solamente un derecho a reclamar una deuda al banquero que lo custodia, ¿qué pasaría si hubiese algún otro acreedor preferente con derecho a reclamar esa misma deuda?
Sabemos que el banquero puede prestar nuestro dinero otra vez, pero también puede endeudarse usando ese dinero como garantía, y, en ese caso, se lo debería a un tercero. ¿Qué pasaría si ese tercero tuviera un derecho de cobro preferente frente al nuestro, en caso de insolvencia del banco? Que perderíamos nuestro dinero y no tendríamos forma legal de reclamar nada.
La Gran Toma
Este es el riesgo del que advierte David Webb, pero no solamente respecto al dinero depositado en el banco, sino también sobre cualquier acción, activo subyacente (propiedades, terrenos, viviendas, naves, equipamiento, propiedad intelectual, etc.), bono, fondo de pensiones y bien comprado a crédito que posee el público en general, de forma directa o a través de su participación en una empresa, o como súbdito de un estado «soberano».
Lo que Webb denuncia es que desde hace décadas se han dado los pasos legales necesarios para mutilar el derecho de propiedad de particulares, empresas y estados en todo el mundo, siguiendo un plan coordinado que implica inflar la deuda de todos ellos hasta niveles insostenibles, para en un paso posterior acaparar todos sus bienes mediante mecanismos legales que reconocen a ciertos acreedores la condición de preferentes, y por lo tanto prioritarios en caso de insolvencia.
Esta es la forma que adquiriría el Gran Reinicio sobre el que llevamos tiempo oyendo hablar. Algunos autores han querido ver en él una cancelación general de las deudas, pero Webb añade mayor definición: la cancelación de las cuentas pendientes implicaría en realidad saldarlas y requisar todos los bienes que en último término funcionen como garantía del pago. Para entendernos: no se trata del perdón generalizado de la deuda mundial, sino de un embargo extensivo de todos los bienes para responder por esas deudas.
Esto exigiría modificaciones legales que Webb describe en detalle, y que es capaz de rastrear en todos los países a lo largo de las últimas décadas.
Así por ejemplo la reforma exprés del artículo 135 de la Constitución Española que pactaron Zapatero y Rajoy en 2011, y que tiene su reflejo en todos los demás países europeos, aunque en cada uno de ellos se justificó por una causa distinta. Apenas tuvo discusión en prensa, y cuando la tuvo se enfatizó la parte de la estabilidad presupuestaria, en lugar de esta otra:
Los créditos para satisfacer los intereses y el capital de la deuda pública de las Administraciones se entenderán siempre incluidos en el estado de gastos de sus presupuestos y su pago gozará de prioridad absoluta. Estos créditos no podrán ser objeto de enmienda o modificación, mientras se ajusten a las condiciones de la Ley de emisión.
En otras palabras: el reconocimiento constitucional de unos acreedores preferentes, los tenedores de deuda pública española.
Como vio sin dificultad Henry Ford, cuando una persona, una empresa o una economía deja de ser productiva, sólo tiene dos alternativas para seguir adelante: el endeudamiento o la guerra. A punto o de agotar las opciones de la primera opción, sólo queda recurrir a la última. Observen la evolución de la productividad de los países de la órbita occidental en las décadas que nos separan de la Segunda Guerra Mundial, especialmente las últimas, y llegarán a una conclusión sombría sobre nuestro futuro a corto plazo.
Webb advierte que, aunque no es exactamente un riesgo inminente porque se trata de un proceso, hay indicios de que estamos llegando a las etapas finales del mismo. Dos de las principales son la aprobación de regulaciones que concentran todos los valores en grandes «fondos» que no segregan la propiedad, es decir, que sólo atribuyen el derecho a un porcentaje de ese fondo, mientras se concede a ciertos acreedores la condición de prioritarios en caso de insolvencia, y la última es la reciente aprobación de las monedas digitales de banco central (CBDCs), algunas de cuyas implicaciones ya mencionamos aquí.
Ante esta situación, ¿qué puede hacer un ciudadano de a pie para protegerse? En opinión de Webb, que comparto, evitar a toda cosat endeudarse, cancelar en la medida de lo posible las deudas con bancos, tomar conciencia de este proceso para poder monitorizar su evolución, y exigir a nuestros representantes políticos que reviertan los avances legales que funcionan como marco para su aplicación futura.
Permítanme recomendarles el documental que Webb ha preparado resumiendo su libro, que de todas formas pueden descargar de forma gratuita aquí. Para los más versados en economía financiera que quieran profundizar en la cuestión, Nicolás Martínez Lage ha preparado una serie de videos en español en los que hace un buen recorrido a partir de aquí.
En palabras de Webb, que abre así su libro sobre la Gran Toma:
Si lo prefieren, considérenlo una obra de ficción o los desvaríos de un loco.
Puede que esté loco.
Sé que no escucharán lo que me esfuerzo por decirles… todavía no.
Pero tal vez, a medida que se desarrollen las cosas, este escrito les ofrecerá alguna explicación de lo que está pasando.
Leer en La Gaceta de la Iberosfera