martes, 4 de junio de 2024

«Los Toros entre la Reverencia y la Ansiedad. Un singular acercamiento a la anomalía humana» La muerte, sin sangre ni lágrimas


Bonifacio


Jean Juan Palette Cazajús


«Pero carne con su vida, es decir, con su sangre, no  comeréis».

(Génesis, 9:4)



Ahora conviene destacar otra diferencia, particularmente significativa, entre el sacrificio taurino y sus referentes canónicos e históricos. El sacrificio griego tradicional aparecía siempre inseparable del carácter ostentoso de la sangre derramada. Tan fundamental era el derramamiento de la sangre que, a los habituales gallos como el que Sócrates agonizante recordaba adeudar a Esculapio, a los cerdos, cabras, carneros o bueyes, se añadía a veces el atún, e incluso la anguila, por ser estos los únicos peces que sangran. Era un acto excesivo entre los griegos, transgresivo, donde se explayaba con voluntaria crudeza el potencial de tragedia necesariamente asociado a la alimentación cárnica y a la renovación cíclica del vínculo social. Pero debemos recordar que, además de la sangre, todos los humores y fluidos corporales, el semen, la leche, la orina, el sudor, la saliva, las lágrimas, constituyeron, comprensiblemente, desde hace muchos milenios, el léxico de las significaciones primordiales y estuvieron estrechamente vinculados, en origen, a la expresión de las emociones del humano primigenio. Mucho más tarde contribuyeron a la construcción de sus símbolos y rituales determinantes, ya sea a través de las abluciones, de las ablaciones, de las oblaciones o de las libaciones. Los fluidos corporales tienen vocación de ser los vehículos habituales de la mediación con el más allá. Ahora bien, para ello, ninguno como la sangre. La sangre derramada es la primera evidencia de la muerte y exalta el alto coste pagado por el individuo o la comunidad sacrificante. 


Paradójicamente, en la corrida de toros, el momento sacrificial, la muerte a estoque del animal, trata de alcanzar un ideal inversamente proporcional a la visibilidad de la sangre, que debe ser nula o mínima. El exceso de sangre en la suerte de varas significa torpeza y abuso en su ejecución. La que producen las banderillas, clavadas en zonas inadecuadas o demasiado profundas, suscita parecida reprobación. Pero la máxima paradoja es la que envuelve el momento supremo, el sacrificio del toro propiamente dicho que, idealmente realizado, debe provocar una muerte casi instantánea, por no decir espectacular, y sobre todo desprovista, o casi, de efusión de sangre. Como si no se tratara tanto de matar al toro como de proclamar la superioridad del torero y de exaltar su supervivencia, simbólica de la nuestra. La estocada es un arquetipo de acción humana ritual, particularmente peligrosa para su ejecutante si la realiza de acuerdo con la deontología. Por esto, exige a la vez valor físico, voluntad ética y una alta destreza técnica y formal. Podemos entender la tentación general de hacer trampa, de «aliviarse» como dice la jerga taurina, a lo largo de la historia de la tauromaquia. Hasta Joselito el Gallo, tuvimos ocasión de recordarlo, tenía sus mañas y «se aliviaba» matando. Con todo, si tenemos en cuenta que la hoja del estoque, según el reglamento, mide un máximo de ochenta y ocho centímetros, que su penetración ideal, incluso cuando se efectúan perfectamente las distintas fases de la suerte, es sumamente aleatoria, podemos deducir, al final, que podrían ser todavía más numerosos los momentos en que la efusión de sangre hace aparatosas e indeseables apariciones. 


Cuando el toro rueda por la arena tras una estocada fulminante e impoluta, el aficionado se siente embargado en el acto por una satisfacción impalpable entre estética y ética. Un sentimiento radicalmente ajeno a toda pulsión morbosa, en absoluto polucionado, no debería ser necesario recordarlo, por el más mínimo atisbo de inclinación sádica contrariamente a lo que proclaman, contra todas las evidencias, los zoófilos. Sin embargo, nuestro comportamiento se muestra al mismo tiempo ambiguo. A primera vista, podría pensarse que se trata de una muerte puramente conceptual puesto que no hemos contemplado su demostración sangrienta. Lo que hemos presenciado ha sido el tránsito espectacular entre la estocada y los repentinos desplome e inercia del toro. Por razones que, en gran medida, no afloran a la conciencia, nuestra paz interior, en aquellos momentos, dice que la muerte del toro se convierte entonces, por contraste, en una afirmación de la exaltación y de la felicidad de seguir vivos, de «être en vie», de seguir morando en el corazón de la vida, como sugiere, explícitamente, la expresión francesa. Es ese carácter, milagroso e incomprensible, de nuestra propia presencia y permanencia en el mundo el que queda por un momento recordado y santificado a través del sentimiento de ausencia y de impotencia definitiva que brota de los despojos, repentinamente inertes, del toro. La inercia no es el acto de la muerte, es la consecuencia de la muerte. Cuando es la consecuencia  fulminante de una estocada perfecta, libre de la polución primordial de la sangre derramada, la inercia del toro nos brinda, durante unos segundos inefables, la ilusión de la inocencia y del sentimiento de la inmortalidad. Experimentamos la misma sensación de embargo catártico que llevaba las mujeres griegas a entonar el «hololukè», pero sin la fuerte carga de ansiedad que provocaba entonces el brote simultáneo y espectacular de la sangre sacrificial. Nos encontramos en un contexto mental parecido al de aquellos indios amazónicos que «soplan» aves y monos-arañas con cerbatana, sin derramamiento de sangre, y se consideran por ello, mejor dicho juegan a considerarse, eximidos de la responsabilidad de matar. La ausencia de sangre nos exime de la responsabilidad de la muerte.


Al contrario, la ansiedad hace su aparición, en la plaza de toros, cuando sobreviene la visibilidad efusiva y excesiva de la sangre. Aquello se vive entonces como la revelación desagradable e intempestiva de un secreto tácito, si bien de todos conocido. Perturbadoras para todos, pero particularmente escandalosas para los enemigos de la tauromaquia son aquellas circunstancias en que el toro, agonizante y refugiado en tablas, se tambalea vomitando sangre a chorros y salpicando la barrera, momentos en que nos vemos obligados a contemplar la terrible crudeza orgánica de la vida que se ausenta de sí misma. Los asistentes difícilmente confesarán que, con mayor o menor grado de conciencia, viven estas situaciones como la traición, por el matador, del pacto tácito que nos unía a él. Sienten que se les inflige una premonición, una teatralización, de la propia muerte en el momento en que aspiraban a sentirse más vivos, mientras, a través de su visible displicencia, se les intuye personalmente salpicados por cierta forma de obscenidad. Entonces, la torpeza o la mala suerte del matador suelen ser fuertemente abroncadas. No obstante, un extraño pudor parece inhibir cualquier tipo de comentario sobre la realidad de lo sucedido. En aquellos momentos, traicionando su sagrada función de sacrificador en nombre de la comunidad, el torero regresa entonces a la condición que habíamos querido olvidar y exorcizar, la del homo necans, la del asesino primordial. De nuevo nos encontramos aquí confrontados a esta sinceridad insobornable de la corrida de toros, su reivindicación de los espacios más exigentes e inconfortables de la condición humana, desde la posibilidad de una inefable experiencia ética y plástica, próxima a la plenitud del ser, hasta lo más crudo e implacable del acto de matar y de la tragedia del morir. 


En un ritual profundamente inmanente, laico e igualitario como la corrida de toros, la cuestión de saber a quién entonces va dirigido el sacrificio al faltar la canónica  presencia del polo trascendente tiene fácil respuesta: a toda la comunidad sacrificante, que comulga en una vivencia excepcional y es arrancada a la contingencia durante breves y esporádicos momentos. Cómo le explicaba el Zorro al Principito: «Esto es lo que hace que un día sea diferente de los otros días, una hora de las otras horas». La finalidad del sacrificio tradicional era homeostática: debía contribuir a garantizar y perpetuar el equilibrio del mundo de los vivos. Un equilibrio que había sido siempre jerárquico. Dedicado a la esfera sobrenatural de las divinidades que rigen nuestros destinos, el sacrificio confirmaba, por la misma ocasión, la continuidad y la legitimidad de las jerarquías terrestres. Las relaciones de don y contradon vehiculadas por el sacrificio calcaban las que se daban en la sociedad. Pero el torero, lo volveremos a repetir, no es un sacerdote de la trascendencia, es el emisario y portador de lo sagrado en tanto que emanación y representación de nuestra muy singular y difícil inmanencia existencial. En la corrida de toros el sacrificio no es ni «latréutico», el que expresa adoración, veneración, sumisión, ni «impetratorio», el que permite solicitar dones y favores, pero estamos dispuestos a considerarlo «eucarístico» en la medida en que la ritual muerte del toro, al culminar la peligrosa liturgia de la lidia, sirve primero para conjurar la tentación de la rutina existencial. Luego, tras recordarnos su fragilidad, procede a exaltar el acontecimiento excepcional que constituyen la vida y la sociabilidad humanas.


Inconcebibles sin la posibilidad axial de la muerte, los momentos excepcionales que pueden surgir durante la corrida son momentos definidos por su fugacidad esencial. Lo único que sobrevive a la evanescencia de aquellos instantes es nuestra incredulidad. Lo que tampoco nos hará olvidar que la mayoría de las corridas son banales, aburridas, muchas veces «infumables». Las excepcionales dificultades que caracterizan el transcurso de la corrida de toros la hacen particularmente vulnerable a todas las habilidades del simulacro: se impone con frecuencia la facilidad ventajista del toreo practicado, la comodidad del ganado, la indulgencia, ignorante o complacida, de los espectadores. En el epicentro de los problemas de intelección que plantea la corrida de toros está la comparecencia, o no, de la verdad. La corrida de toros refleja así, con fidelidad, la realidad de la condición humana, su tendencia natural a la insignificancia ante la carga onerosa de la existencia, pero también su esporádica capacidad de resplandor y emergencia.