sábado, 12 de septiembre de 2015

La pose del escritor



Hughes
Abc

Hoy venía en la prensa una entrevista al escritor Luis Mateo Díez. Estaba ilustrada con una foto en la que el novelista miraba a la cámara. Así de primeras no había nada de especial en la fotografía, pero algo en ella me atrapaba. Mateo Díez miraba a la cámara muy fijamente, y su mirada era como piadosa. Era una mirada dolorida, lejana, de párpados entornados. Era una mirada entre la presbicia y el humanismo. En cualquier caso, una mirada de escritor.

La mirada estaba apoyada además en un gesto muy característico. La cabeza algo ladeada, como a menos cinco, apoyada en la mano cerrada.




Ese gesto era un gesto muy antiguo, que venía de muy lejos. Un gesto de escritor. El retrato de Jovellanos, del Baudelaire de Fantin-Latour, de Lorca… Modernamente, recuerdo a Raúl del Pozo en esa posición dulce, quizás incluso resignada, del escritor ante el retratista. Le recuerdo en la tertulia de María Teresa Campos, en un momento sublime en el que, mientras los demás hablaban, él esperaba de esa guisa.




No recuerdo que en los escritores clásicos se diera esta pose. No hay forma de averiguarlo que no sea investigar mucho, pero quizás el origen sea el romanticismo.

Mi primer recuerdo es el retrato de Byron. Los perfectos retratos del poeta, de una belleza notable, en los que la mirada romántica descansa sobre la mano. Es como si la mirada, de sobrenatural carga sentimental, necesitara un apoyo, un atril, algo para sujetarla. También Schiller sale así, apoyado negligentemente, de un modo infantil, obstinado, en uno de sus puños.




No así Goethe, ojo. ¡Olímpico artista que acaba posando clásico, erguido y sin amaneramientos!

Creo que esta postura se reproduce luego en el modernismo, porque mi recuerdo posterior es el retrato de Rubén Darío, que suavemente apoya su enorme cabezón poético, su (literalmente) caja de ritmos, en una de sus manos. Está la misma languidez. Y tendría su sentido, porque en esa época ya hay fotografía. El retratismo burgués captura al escritor de esa manera romántica. La mirada vaga, perdida, romantizada, que necesita apoyarse en la mano del artista.




Ese gesto sería una reproducción burguesa de la pose del escritor romántica. Un cliché con el que la sociedad industrial captura su visión del escritor.

Aparece así Nietzsche, quizás de los primeros. En él, el gesto tiene poca suavidad. La mirada de desprecio nihilista no se podía suavizar ni con sombra de ojos.

En estos retratos importa tanto la mirada y la cabeza como la mano, que se destaca y aparece como parte del retrato. El escritor es cabeza, mirada, pero también mano. En algunos, los más característicos, la mano es sonrosada, bonita, cuidada, mano de pianista, mano delicada y herramienta.

Galdós también posó así. En Galdós, además, había una incomodidad y una rigidez muy acusadas. Se notaba que mandaba mucho el retratista. Cabe preguntarse aquí: ¿No se distingue el gran escritor por mandar sobre su retrato? Comparen a Galdós con Baudelaire.




Otro aspecto del gesto que interesa es su lejana relación con el pensador de Rodin. ¿Apunta esa posición de la cabeza descansada a un inicio pensativo? En el escritor no llega al pensar, es más bien es una ensoñación.

En Ortega, que pensar, pensaba, la cabeza se apoya en la mano, pero no del modo casi amanerado del artista. En Ortega hay un dedo erecto y un gesto muy resuelto de virilidad pensativa.




Unamuno también aparece con ese gesto de mano cerrada y luego de otro modo, tremendo, en el que se lleva la mano abierta a la sien, como aquejado de una jaqueca existencialista.

Pero no es ese el gesto que nos interesa, sino la mano pequeña, el puño, sobre el que descansa la mejilla, e interesa porque hay en ese gesto una enorme beatitud. ¿No es el gesto del niño en los retratos de su primera comunión?




El abandono soñador del gesto, la cabeza reclinada, la mirada abismada en dulzuras y piedad. El niño posa para la posteridad, una posteridad espiritual, y no es dueño de su gesto. Es niño. Le manda el retratista y obedece a un modelo catequético del gesto. El niño va a recibir la Sagrada Forma, va a comulgar, está retratado en ese instante espiritual culminante. Va a recibir a Dios y plácidamente, dócil, le espera reclinado; la cabeza como una amante entregada.

¿Pero y por qué ese gesto en el escritor? ¿Está acaso en comunión con el absoluto hegeliano, con el Espíritu?

Por eso la mirada de Luis Mateo Díez de hoy, esta mañana, en pleno 2015, chocaba tanto. Nadie nos mira así en un periódico. Nadie se relaja tanto ni mira a la cámara con esa unción tan rebosante de sensibilidad.

La foto de Mateo Díez estaba tomada, por cierto, en el Café Gijón, perpetuación del vivir-como-escritor.




Pero lo de los cafés es otra cuestión.