Ignacio Ruiz Quintano
Abc
Nos gustaba cuando callaba porque estaba como ausente: en Los Ángeles, California, decía ella, persiguiendo a Spielberg o cotorreando en el show de Johnny Carson.
Ana Obregón, que iba de amiga de Bo Derek, se pasaba la vida en el avión, donde un día, ¡mayday! ¡mayday!, le estalló una teta, que es como la Pardo Bazán, que era feminista, decía que ha de decirse, tetas, y no “pomas eréctiles que temblaban como si fueran de mercurio”.
La teta-espoleta en el avión fue un burdo rumor propagado por los enemigos de Ana… y de los implantes, compañeros de lucha de los Defensores del Monte de Venus (¡del monte de Venus al valle de la Silicona!).
Los montevenusinos son una oenegé colombiana que combate la tala de “esa ensortijada gracia oscura / cárcel de luz, recóndita angostura” donde al paso de las prestobarbas deja de florecer la felpa en triángulo perfecto. Y como los enemigos de los implantes, no han conseguido nada.
Los enemigos de Ana consiguieron, en cambio, hacerla todavía más famosa.
Para Ana sólo había una cosa peor que soportar que todo el mundo estuviese hablando de ella continuamente, y era soportar que no estuviese todo el mundo hablando de ella continuamente.
La llamaban Antoñita la Fantástica, pero una noche se lo dije a Borita Casas, creadora del personaje, en “Las cenas de Julio Camba”, y me contestó:
–¡Qué bobada!
(Entonces Olano se ofrecía a Borita para ponerle su gabán de conejo siempre con la misma zalema: “¡Deja que te embalsame, Borita!”)
A la vida de Ana llegaron luego condes y futbolistas, que le proporcionaron otras famas más McCormack.
Y a mí se me fue perdiendo su imagen, mezcla de Sandra Bullock (ese marujeo de urbanización) y Celia Villalobos (ese desparpajo democrático) que tanto desconcertó en el gimnasio a Victoria Beckham, la tigresa de Essex.
La última vez que la vi estaba en un balcón de la plaza de Chinchón, y era un pañuelo que saludaba mientras unos toreros vestidos de Máximo Valverde brindaban al sol.