José Ramón Márquez
Vuelve otro año por mayo la mal llamada corrida goyesca, que más bien debería ser llamada corrida de disfraces, en la que no hay nada realmente goyesco ni que recuerde ni siquiera vagamente lo que fueron los toros en la época del sordo de Fuendetodos. Mismamente, al aire de lo goyesco, lo que uno espera es ver saltar un toro al tendido a cornear al alcalde de Torrejón entre las gradas, o contemplar cómo burla al toro un estudiante aragonés embozado en una capa; o, por lo menos -y ya que el peto no se puede quitar, ni siquiera los pololos de las manos de los pencos- que picasen a toro levantado, eliminasen los burladeros o, cuando menos, que alguno diese el salto de la garrocha. A cambio, lo que hay es unas cuadrillas de septuagenarios disfrazados de majos y chisperos, los toreros y sus cuadrillas disfrazados de siglo XVIII pasado por Hollywood, y los monos, areneros y demás personal de Plaza disfrazados de figuritas del Belén. Este año se permitió al público estar en el ruedo antes del festejo mientras los septuagenarios daban vueltas al mismo subidos en diversos carruajes, aunque el despeje de Plaza no lo hicieron los alguaciles, que en esta época post-goyesca es más eficaz usar la megafonía. La inspección previa del ruedo al menos sirvió para descubrir un manantial, un sorgente, en el mismo platillo de la Plaza, agua acaso milagrosa como la fuente del Santo Isidro, que es otro más de los prodigios con que atrapa nuestra atención ese impecable gentleman llamado Abella, a quien todos sus devotos conocemos como Abeya.
Para honrar el 2 de mayo la empresa adquirió seis toros a los Hermanos Lozano que portaban los hierros de Lozano Hermanos y de El Cortijillo, encaste Núñez, como es bien sabido. Para dar fin de los pupilos de los antiguos empresarios de Las Ventas, y como prueba evidente de la universalidad de Madrid, se contrató a un ibicenco de estirpe extremeña, un logroñés y un mexicano jalisciense: Ferrera, Urdiales y Saldívar.
Los Lozano han mandado a Madrid una corrida seria, ofensiva y bien presentada, en la que había dos cinqueños, una corrida muy dura en la que no puede decirse que uno solo de los seis haya dado la más mínima facilidad a los toreros. Podemos decir que el encierro en general ha manifestado un cierto fondo de mansedumbre que, unido a la dureza de patas y a lo encastado de los animales, ha propiciado una tarde en la que era difícil apartar los ojos del ruedo, por lo complejo del comportamiento del encierro, por lo incierto y por lo emocionante que, en definitiva, ha sido casi todo lo que ha pasado en Las Ventas en esta tarde ventosa.
Si ayer reseñábamos especialmente uno de los novillos, hoy es justo hacer lo propio con el cinqueño Pantera, número 1, precioso ejemplar de pura estirpe Núñez, largo como un galgo, fino de piel, armado alevosamente de dos impresionantes puñales, ligeramente tocado del izquierdo, toro de grandísimas complicaciones, exigente, dispuesto a vender cara su vida. ¡Con qué mimo le habrían mirado algunos si Pantera hubiese llegado a llevar el pelo jabonero o el cárdeno y los hierros de Prieto o de Adolfo! Y mientras Pantera ponía sobre el albero o lo que sea de Las Ventas sus poderosos argumentos, algunos, en la piedra, pensábamos en la dicha que habría sido poder verle frente al Domador de San Blas, el poderíos, para que pudiese dictar su gran lección de eso que tanto le cantan por ahí. A cambio ahí estuvo Urdiales, 12 corridas el año pasado, intentando mantener el tipo y demostrando, en algunos momentos, que posee las claves del toreo, por más que su actuación haya estado lejos de recetarle al toro lo que este demandaba -no le baja la mano, remata los pases por arriba, no se queda colocado-, pero imagino que estar ahí abajo aguantando la mirada de ese animal no es circunstancia que sirva especialmente para propiciar la claridad de ideas. En cualquier caso, gloria a Urdiales por no haberse afligido ante un oponente de tanta complejidad. El quinto, Artillero II, número 6, un castaño de cincuenta y una arrobas y media, sembró el desconcierto en el ruedo no dejándose picar, yendo de un caballo al otro, con un comportamiento cambiante en banderillas -se lanza con muchos pies a por El Víctor en el primer par y espera alevosamente, exasperantemente, en el segundo-. Toro de fondo muy manso, exacerbado por su casta, sus distracciones constantes y su mala uva, no dio ni media opción al riojano para hacer otra cosa que recelar de él y mantenerse avizor, pues a la más mínima se presentía el arreón o algo peor.
Antonio Ferrera dio la impresión de no querer cuentas con su primero, Cariñoso, número 20. Le banderilleó tomando todas las ventajas y de una manera harto vulgar y en seguida se notó que las precauciones del matador tenían su porqué, pues el animal se revolvía con saña. En su segundo, Heredera (sic), número 7, planteó la faena en dos fases. Primero trató de mover al toro, de castigarle a su manera y de mermarle facultades para dar lugar a la segunda fase en la que se metió entre los pitones, en un claro guiño al público más impresionable, y ahí ir desgranando pases o medios pases casi de uno en uno. Clarísima faena-espectáculo que habrá sido del gusto de algunos, pues esa progresión hacia el arrimón puede que sea considerado por algunos como de faena a más, pero en la que nunca llega a dominar al toro o, mejor aún, sólo le domina en dos muletazos con la derecha en los que le lleva muy toreado, remata atrás dejando la muleta en la cara y tira del bicho con mando y mano muy baja, que el toro se traga sin pestañear. En esos dos muletazos creo yo que es donde está la clave de la faena que pudo ser. El torero optó por una resolución más espectacular, pero de menos hondura: esto es un espectáculo y Ferrera manejo resortes de espectáculo con sabiduría, por desgracia para él, no refrendada por la espada.
Saldívar no supo ni qué hacer con sus dos oponentes. Su primero, Extravagante, número 56, era un tío. Saldívar apuntó sus maneras ajulianadas, tauromaquia de cesión de terrenos apta para chotos semiamaestrados, y esa receta no era precisamente la que había que administrarle al Cortijillo. Se fue llevando al toro por diversos terrenos de la Plaza, sin demostrar qué es lo que quería hacer y así fue dejando pasar el tiempo hasta que llegó el ansiado momento de meterle el estoque de cualquier manera. A su segundo, Artillero I, número 2, el otro cinqueño, le entró de manera desabrida, como si tuviese la certeza de que ahí no había nada para él y a esas alturas hacía un fresquete en la Plaza que hizo que la parroquia apreciase la relativa brevedad del mexicano. Le metió de aquella manera un espadazo quedándose totalmente en la cara que nos hizo, por un segundo, pensar que podía haber cogida. Afortunadamente los tres salieron de la Plaza por su propio pie.
Gran tarde de toros, llena de lances emocionantes, de incertidumbres, de dificultades. He aquí esta tarde en Madrid, el espectáculo basado en el toro cambiante, difícil, impredecible; emocionante espectáculo tan alejado de esos tiovivos decadentes que cantan continuamente por ahí como toreo exquisito.