Ignacio Ruiz Quintano
Abc
El Atlético-Barcelona me cogió cenando en un balcón de Chinchón, mientras en el balcón de enfrente unos mozos (los Doce) ensayaban la Última Cena (cuero y teología) para la función del Sábado Santo.
Igual que por el humo se sabe dónde está el fuego, por los gritos de los bares se sabía en cuál de las áreas del Calderón rodaba el balón.
Ganó el Atlético, y la cosa es saber en qué medida afectará el resultado al tabarrón catalán.
El tabarrón catalán es esa pelea matrimonial que viene del patio. O, en metáfora de Ortega para describir el mundo, una pelea de negros en un túnel, como, por ejemplo, lo de esta semana en el Parlamento, donde el viejo Rubalcaba pasó de ser el Fouché comprado en los chinos a un Juan Tamarit contratado por Manolita Chen para un número federal: coger España y hacerla añicos para un puzzle con el que crear un cuadro que sería expuesto seis meses en Barcelona y seis meses en Madrid.
Un amigo mío sostiene con todo lujo de detalles técnicos que el matrimonio es una SL donde la única batalla es por el 51 por ciento (“derecho a decidir”).
–Tampoco hemos de culparnos demasiado cuando hacemos una mala boda –nos dice Emerson, que fue el gran conferenciante de América–. Vivimos entre alucinaciones, y esta trampa concreta se pone para que tropecemos, y todos tropezamos tarde o temprano.
Es una trampa sin salida, pues a la hora de pelear, cuando un cónyuge quiere hablar de dinero, el otro se pone a hablar de amor, y viceversa, razón por la cual la pelea matrimonial encabeza las molestias del trato humano, y sólo un alucinado como Zapatero puede presumir de haber abierto las puertas de ese infierno a los homosexuales al tiempo que avivaba sin motivo el sentimentalismo joseantoniano (para el primorriverismo, Cataluña era un pueblo impregnado de sedimento poético, comenzando por los tenderos de la plaza Real) del nieto de Joan Maragall, que fue lo que desató esta ruidajera de piso bajo que nos tiene sin siesta.