Ignacio Ruiz Quintano
Abc
El sábado coincidí con una inglesa (¿hispanista?) en la caja de un supermercado de pueblo. La inglesa, que iba por delante, llevaba un cajón de fresas, y yo, un yogur griego (como los que Xantipa le batía a Sócrates, después de atizarle). En esto, de la calle llegó una gritería espantosa. La cajera dejó la caja, con sus billetes de euro al aire, sonrientes como gatitos en una cesta, y salió corriendo. Tras ella, nosotros. Eran tres mujeres (una “en avanzado estado de gestación”) pegándose, y la de mayor pegada fue la gestante. Un señorín intentaba separarlas a lo Nino Manfredi en “El verdugo”, pero aquello era cosa de John Wayne en “El hombre tranquilo”. Llegaron en auto dos guardias, brazos en jarras y gafas de espejo. La más perjudicada, aferrada a su nariz, les hizo el cuento:
–¡Es la Rebe, que se ha cagao en mis muertos y me ha mandao a Parla a m…!
El español ya no se pega como la española, reserva espiritual de nuestras pasiones: camorrea en los tendidos, y de aquí no pasa. Carece de orgullo.
La inglesa quiere saber por qué el español ya no es apasionado (por qué ya no se pega), y, a cambio de una fresa, le explico que Trevijano, que es nuestro Tom Payne, tiene la teoría de que el español es el pueblo más dócil de la tierra, por delante incluso del alemán y el japonés, nacidos para obedecer, y tampoco es cosa de detenerse ahora en las ordenanzas municipales sobre el tabaco y el alcohol.
Como pueblo, pagamos la merma genética que suponen la expulsión de moros y judíos (se quedan los que se cambian de chaqueta: hasta hoy), las sangrías de la Conquista (se van los aventureros) y la Guerra Civil (mueren los valientes y se salvan los emboscados), más el derroche de la inmigración (de la que se excluyen los acomodaticios del “tú no llames la atención” y el “a mí que no me toquen el cocido”).
–¡Anda, que no le tengo yo ganas a ésa! –nos dice la cajera, de vuelta a la caja, ella, y nosotros, a la cola.
Y señala a la Rebe.