lunes, 4 de marzo de 2013

Se reciben paquetes

ASR

Alberto Salcedo Ramos
El Colombiano

Si mandar paquetes con ciertos viajeros fuera un deporte olímpico, los colombianos nos ganaríamos todas las medallas de oro.

Aquí uno no ha terminado de anunciar el viaje cuando ya aparecen los solicitantes: el primo, el cuñado, la tía, el sobrino, la vecina, el amigo, el profesor, el compañero de trabajo. Incluso llegan algunos advenedizos: el yerno de la tía, el sicólogo del compañero de trabajo, la suegra del cuñado.

Y nos endosan los envoltorios más incómodos: vasijas de barro, camarones encocados, mermelada de borojó, harina de maíz, postre de natas bogotano, tamales tolimenses, bocachicos congelados, moldes de patacón, bocadillos veleños, hamacas sampuesanas, cucharas de totumo, chinchorros guajiros, quesadillas huilenses, queso costeño, butifarras soledeñas, café quindiano, frijoles antioqueños.

Transportar la carga supone asumir ciertos riesgos que, casi siempre, tienen sin cuidado a los remitentes: los camarones podrían descomponerse, la vasija podría quebrarse, el suero del queso podría regarse, la harina podría convertirnos en sospechosos de narcotráfico.

Si nunca has trasteado un paquete de esos, no eres colombiano. O sí, pero entonces eres un magnate que tiene casa en Palm Beach y surca el mar Egeo en su propio yate.

Y si nunca has sido tú el destinatario del paquete, tendrías que empezar a preocuparte. Algo has hecho mal cuando ningún ser querido se ha dignado enviarte cinco bagres secos para que te prepares un salpicón allá en París, ni una cajita de chocolatinas Jet para que endulces tus tardes allá en Berna. (Porque aquí entre nos, mijito, esos tales suizos desabridos seguramente no saben hacer chocolates).

Enviamos estas encomiendas porque somos dadivosos, sentimentales, pintorescos, conchudos, patrioteros. Aceptamos llevarlas casi por las mismas razones, y porque también somos serviciales, insensatos, compasivos.

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