En un gesto de magnanimidad me rocié con Hugo Boss la camisa para ir al Calderón. Claro que se trataba de una muestra gratuita, pero ese detalle no tenía por qué deslucir la emergencia de un estado de ánimo verdaderamente colaborativo con el vecino pobre, un colchonerismo vicario que me poseyó en la tarde del domingo camino del Manzanares. Yo era un mourinhista infiltrado entre la masa india con la que en mi fuero interno decidí fumar la pipa de la paz coyuntural pero igualmente lisérgica del antibarcelonismo.
No le ahorré rituales a mi peregrinación. Me mezclé en el metro a Pirámides con el niño impaciente de esperanza y con el vejete aferrado a la barra, ladeada la cabeza, la vista reconcentrada en un punto de fuga invisible, lejanísimo, que es donde debe buscarse la explicación a por qué somos del Atleti, supongo. Observaba aquellos rostros tensos que emergían de las bufandas blanquirrojas, superfluas en el calor himmleriano del vagón, circunscritas a esa dimensión simbólica que sólo sirve para abrigar la sentencia de Shankly:
—Algunas personas creen que el fútbol es una cuestión de vida o muerte. Pero en realidad es mucho más importante que eso.
En el metro los hinchas no se comunican entre sí, no comentan la alineación de partida: viajan a solas con su ilusión crispada, ajenos y abstraídos, asisten a la misa profana del fútbol con gesto de estar atravesando mínimo por la segunda de las siete moradas ascéticas de Santa Teresa. Luego, en la calle, ya sí aflora el sentido de pertenencia al costado de la marea peregrinante y se elevan algunos cánticos tímidos al vapor callejero del botellón que los precalienta. A esas horas pasaban 30 minutos de la medianoche en Dubai, donde tengo a un amigo rodeado de locos en pijama que trasnochó lo que pudo para ver a su Atleti y se fue a la cama justo antes del gol de Falcao, que eso también es ser del Atleti.