Calle de Echegaray, esta mañana
Vicente Llorca
Los domingos que hay manifestación sindical en mi barrio resulta un tanto complicado bajar a tomar el aperitivo.
Está, a primera hora, el peligro de las bicis y las pancartas afiladas por la acera. Estos, los velocípedos urbanos, planean todos los días –incluso a la taberna han querido entrar una mañana–, pero los domingos sindicales abundan especialmente.
Yo reconozco que, al igual que el temor de los antiguos galos era a que el cielo se desplomara sobre sus cabezas, mi mayor temor últimamente es a morir atropellado por una bicicleta.
No es lo mismo que pregunten los amigos, al cabo de cierto tiempo: “ ¿Qué fue de Vicente?” y que respondan: “ Se lo llevó un toro de Peñajara en los encierros de Medina” o “ Dicen que le atropelló un tranvía en Lisboa”, a que contesten: “Pues le atropelló un ciclista en la Cuesta Moyano”. Esto último lo veo particularmente ignominioso, y un punto ridículo, y la verdad cada vez sueño más con ello.
Pero si el Sabbath sindical, después de haber sorteado con mayor o menor éxito ciclistas y corredores –hace poco, el fontanero del barrio ha sido atropellado por uno que hacía footing con los cascos y Sabina a todo volumen–, nos permite acceder por fin a alguno de los templos habituales de la zona, el segundo problema viene de que, estos, prolijos en la plaza de Santa Ana, han sido literalmente ocupados por los manifestantes de la cosa. Y tomar el honesto vermut dominical con aceitunas resulta harto problemático entonces.
Los domingos que hay manifestación sindical en mi barrio resulta un tanto complicado bajar a tomar el aperitivo.
Está, a primera hora, el peligro de las bicis y las pancartas afiladas por la acera. Estos, los velocípedos urbanos, planean todos los días –incluso a la taberna han querido entrar una mañana–, pero los domingos sindicales abundan especialmente.
Yo reconozco que, al igual que el temor de los antiguos galos era a que el cielo se desplomara sobre sus cabezas, mi mayor temor últimamente es a morir atropellado por una bicicleta.
No es lo mismo que pregunten los amigos, al cabo de cierto tiempo: “ ¿Qué fue de Vicente?” y que respondan: “ Se lo llevó un toro de Peñajara en los encierros de Medina” o “ Dicen que le atropelló un tranvía en Lisboa”, a que contesten: “Pues le atropelló un ciclista en la Cuesta Moyano”. Esto último lo veo particularmente ignominioso, y un punto ridículo, y la verdad cada vez sueño más con ello.
Pero si el Sabbath sindical, después de haber sorteado con mayor o menor éxito ciclistas y corredores –hace poco, el fontanero del barrio ha sido atropellado por uno que hacía footing con los cascos y Sabina a todo volumen–, nos permite acceder por fin a alguno de los templos habituales de la zona, el segundo problema viene de que, estos, prolijos en la plaza de Santa Ana, han sido literalmente ocupados por los manifestantes de la cosa. Y tomar el honesto vermut dominical con aceitunas resulta harto problemático entonces.
Calle de Ventura de la Vega (con ciclista), esta mañana
Se puede ir a Lhardy, desde luego. Una suerte de recelo ancestral hace que ningún abanderado o así cruce las puertas del vetusto tabernáculo de la Carrera de San Jerónimo.
El problema suele ser que, por el contrario, Lhardy se llena entonces de señoras con cara de Lhardy y un poco asustadas que llegan desde la acera mirando hacia atrás. Y con el susto tampoco se cabe.
Hace poco entraron una vistosa dama y su venerable progenitora, a la cual estuvo todo el rato intentando convencer la primera de que los de la calle no venían de quemar el Templo del Buen Suceso de nuevo. “Ya están aquí, ya están aquí”, repetía la anciana señora, agitada (al parecer había vivido en la Calle de la Princesa antiguamente). Tazas de consomé, un oporto y varios hojaldres de anchoa fueron necesarios para tranquilizar a la buena dama de que, de momento, nadie estaba sacando otra vez las momias a la calle.
Se puede ir también al japonés de Echegaray. A cualquier japonés. Una niponofobia radical hace que ningún participante en manifestación sindical piense siquiera en establecer la menor relación con sushis, sahimis, sakes, toallas húmedas ni ceremonias shintoístas de ningún tipo. El pensamiento zen y el sindicato parecen incompatibles de momento, parece. El problema es que si vamos al japonés desde el principio tenemos que renunciar a las aceitunas, que en Donzoko en concreto – y en el milenario Imperio del Sol Naciente en general – desconocen.
Se podría ir entonces al brunch matutino y cosmopolita que nuestro cocinero francés preferido elabora, los domingos por la mañana. Cambiar olivas por el foie y los pepinillos y los caracoles con romero –y el champagne, y un Burdeos memorable y en precio– es una transacción aceptable. El problema es que algún sindicalista más avisado ha descubierto también el local y cuando vienen entran en grupo y entonces no se cabe y da un poco de rabia no tener sitio, entre pancartas y bicicletas y banderines de colores.
Otra solución puede ser ir a cualquier garito con resabios de nueva cocina o sifones y espumas cualesquiera.
Hace tiempo, un domingo, estábamos en el bar que Antonio, un esforzado tabernero de la comarca de la Armuña, había inaugurado en la calle Ventura de la Vega. Charo, su mujer, se encargaba de las tapas en la cocina. Recalábamos allí, huyendo de lo que se huye habitualmente cuando uno para en una taberna, cuando entró un nutrido grupo de sindicalistas, que ocupó en el acto el reducido local. Los manifestantes inquirieron por las tapas y les satisfizo sobremanera cuando contemplaron los hermosos pies de cerdo con gelatina que decoraban, entre otras exquisiteces, la barra. Pidieron vino y botellines en abundancia y pie de cerdo para todos.
El problema suele ser que, por el contrario, Lhardy se llena entonces de señoras con cara de Lhardy y un poco asustadas que llegan desde la acera mirando hacia atrás. Y con el susto tampoco se cabe.
Hace poco entraron una vistosa dama y su venerable progenitora, a la cual estuvo todo el rato intentando convencer la primera de que los de la calle no venían de quemar el Templo del Buen Suceso de nuevo. “Ya están aquí, ya están aquí”, repetía la anciana señora, agitada (al parecer había vivido en la Calle de la Princesa antiguamente). Tazas de consomé, un oporto y varios hojaldres de anchoa fueron necesarios para tranquilizar a la buena dama de que, de momento, nadie estaba sacando otra vez las momias a la calle.
Se puede ir también al japonés de Echegaray. A cualquier japonés. Una niponofobia radical hace que ningún participante en manifestación sindical piense siquiera en establecer la menor relación con sushis, sahimis, sakes, toallas húmedas ni ceremonias shintoístas de ningún tipo. El pensamiento zen y el sindicato parecen incompatibles de momento, parece. El problema es que si vamos al japonés desde el principio tenemos que renunciar a las aceitunas, que en Donzoko en concreto – y en el milenario Imperio del Sol Naciente en general – desconocen.
Se podría ir entonces al brunch matutino y cosmopolita que nuestro cocinero francés preferido elabora, los domingos por la mañana. Cambiar olivas por el foie y los pepinillos y los caracoles con romero –y el champagne, y un Burdeos memorable y en precio– es una transacción aceptable. El problema es que algún sindicalista más avisado ha descubierto también el local y cuando vienen entran en grupo y entonces no se cabe y da un poco de rabia no tener sitio, entre pancartas y bicicletas y banderines de colores.
Otra solución puede ser ir a cualquier garito con resabios de nueva cocina o sifones y espumas cualesquiera.
Hace tiempo, un domingo, estábamos en el bar que Antonio, un esforzado tabernero de la comarca de la Armuña, había inaugurado en la calle Ventura de la Vega. Charo, su mujer, se encargaba de las tapas en la cocina. Recalábamos allí, huyendo de lo que se huye habitualmente cuando uno para en una taberna, cuando entró un nutrido grupo de sindicalistas, que ocupó en el acto el reducido local. Los manifestantes inquirieron por las tapas y les satisfizo sobremanera cuando contemplaron los hermosos pies de cerdo con gelatina que decoraban, entre otras exquisiteces, la barra. Pidieron vino y botellines en abundancia y pie de cerdo para todos.
Calle de Santa Catalina, esta mañana
Su alegría se trocó en desconsuelo cuando Antonio les sirvió las tapas de pie con gelatina, en efecto. Pero en las raciones diminutas y adornadas con grosella y una flor de calabaza con las que la afición a la nouvelle cuisine de Charo había infestado la taberna.
Los sindicalistas abandonaron el bar en el acto y nunca más volvieron a poner los pies allí. Uno incluso se dejó la bandera republicana.
Al poco tiempo Antonio cerró. No creo que el hecho guardara ninguna relación.
Se puede ir también a una taberna oscura y con cerveza caliente que dormita en la calle Santa Catalina. Allí no ha entrado nunca ningún dominguero. Ni nadie.
A los demás lugares, en día de manifestación sindical en mi barrio, no se puede ir. A ninguno.
El domingo pasado, ocultos tras la barra y las persianas bajadas del bar de unos amigos, le pregunté al licenciado García, sabio contertulio mejicano, que si tenía noticia de qué se trataba la manifestación esta vez.
–Creo que dicen algo de seguir cobrando –replicó éste, sin mirarnos.
Y siguió contando de la faena de Silveti en la Mexico y pedimos otra de hueva de atún, y unas anchoas, para acompañar los amontillados.
Los sindicalistas abandonaron el bar en el acto y nunca más volvieron a poner los pies allí. Uno incluso se dejó la bandera republicana.
Al poco tiempo Antonio cerró. No creo que el hecho guardara ninguna relación.
Se puede ir también a una taberna oscura y con cerveza caliente que dormita en la calle Santa Catalina. Allí no ha entrado nunca ningún dominguero. Ni nadie.
A los demás lugares, en día de manifestación sindical en mi barrio, no se puede ir. A ninguno.
El domingo pasado, ocultos tras la barra y las persianas bajadas del bar de unos amigos, le pregunté al licenciado García, sabio contertulio mejicano, que si tenía noticia de qué se trataba la manifestación esta vez.
–Creo que dicen algo de seguir cobrando –replicó éste, sin mirarnos.
Y siguió contando de la faena de Silveti en la Mexico y pedimos otra de hueva de atún, y unas anchoas, para acompañar los amontillados.