Febrero, 24
Libertad Digital
Estas vísperas, auscultando el hambre de guillotina del honrado pueblo, a uno casi le entran ganas de hacerse monárquico. En esta España, veleta siempre errática, hemos pasado de la adulación cortesana más servil a la furia jacobina de las plebes audiovisuales. Y sin solución de continuidad, de un día para otro, que tal es la ancestral norma de la plaza. Esa súbita caída en desgracia demoscópica que todos los sondeos atribuyen a la Monarquía es muestra, otra más, de lo muy frágil de los cimientos sobre los que aquí se asientan las instituciones. Es este un país que puede acostarse juancarlista y despertar republicano por los mangoneos administrativos de cualquier don Iñaki.
Tan volátil se antoja el soporte que mantiene el consentimiento colectivo sobre la forma de Estado. Una falta de poso, de fundamentos sólidos, de arraigo genuino, a la que no ha sido ajena la actitud de las elites políticas con relación a la Casa Real. Como si ellas mismas tuviesen por precaria la legitimidad democrática de la Corona, han querido justificar la institución por la conducta personal de don Juan Carlos y –extensión inevitable– de su regia parentela. En el fondo, ese machacón insistir en el papel providencial del Borbón durante el 23-F no es más que implícita confesión de algo que se percibe como secreta carencia. De ahí que, ahora mismo, no solo desfilen por el cadalso mediático el yerno de su suegro y la hija de su padre, sino la propia Jefatura del Estado español tal y como la concibe la Constitución del 78.