lunes, 16 de enero de 2012

La muerte de Fraga


Hughes

Con privilegiado sentido de la actualidad me he sentado esta noche a escribir un texto sobre Corea, algo que llevaba en la cabeza tras la muerte de Kim Jong-Il. El aprendizaje del periodismo me está costando y no termino de medir los tiempos. Se muere el coreano y a mí se me enciende la luz a las dos semanas, en el mismo instante en que se muere Fraga.

Esta circunstancia me ha permitido estar ante el ordenador en el momento del teletipo de su muerte. Una frase y un alma se libera, no sabemos hacia dónde. Cada muerte es como un suspiro, o una inspiración de Dios, que expira cuando nacemos. Dios respira así. O la humanidad, vaya. La sístole y diástole del mundo, y con los muertos célebres el teletipo es como una transmigración y se emociona uno. El periodismo tiene ahora esta cosa de lo instantáneo y parece que desde los digitales se tocaba hoy a muerto, llenando España del metal oscuro y terrible que suena en los pueblos cuando se muere la gente.

Lo más enigmático que tiene el ser humano es esa excitación de dar la noticia de una muerte.
Tocan a muerto los periódicos y como un aguacero en verano caen los tuits y los obituarios con demasiada rapidez, tanta que salta a la vista que Fraga tenía el obituario hecho, como lo tiene Carrillo. Vivir con esa sensación tiene que ser extraño y también ha de tener su coña, porque vivir se convierte en ir demorándole a otro señor la necrológica, las ganas locas de ese triunfo sobre el otro que es recordarlo.

La necrológica de Fraga y Carrillo será la de la Transición, por fin, y supongo que sentirlo así será bueno, porque mirar las cosas con ese balance de realismo, ponderación y melancolía de las necrológicas nos aleja de extremismos, que bastante extremismo es ya palmarla.

Para mí Fraga fue siempre un libro: “Ideas para la reconstrucción de una España con futuro”, que mi padre, nada lector, pero votante de AP, tenía firmado por Don Manuel. El único autógrafo que hubo en mi casa fue el suyo.

Ese libro lo quise leer yo de niño, y lo tenía en la mesita de noche, junto con las estampas y los libros de Sherlock Holmes, pero nunca, como diría Soraya, tan a lo Mafalda, iniciaba su inicio.

Cuando se demoran las cosas se secuencian los inicios y diríamos que no iniciaba a iniciar el inicio del primer capítulo. Vamos, que hacía como los políticos con las reformas.

Allí estuvo ese libro, con ese título tan de antes, y el rostro pensativo y decidido de un Fraga joven, si es que alguna vez fue joven Fraga. Me acompañó muchos meses, años diría, y se quedó sin leer, pero a mí me gustaba tenerlo porque intuía que ese señor tan listo al que respetaba mi padre era una buena influencia. Las ideas me resultaban incomprensibles, pero había un sano patriotismo, la certeza de un pensamiento que se proponía y el término “reconstrucción”, que me dejaba la sensación física de una obligación de rehacer, de reparar, de volver a elevar algo destruido. Ese libro no lo leí, pero lo miré mucho y creo que a veces mirando los libros también se aprende.

Fraga ha sido también una cierta noción de frustración. El “techo Fraga”, el non plus ultra que la sociedad española le estampaba cada cuatro años en su frente de estadista sin Estado -melancolía también de algún nacionalista, al que así pudo comprender mejor después- me parecía a mí, niño de derechas, una cosa cruel hacia el hombre al que España rechazaba como algunas veces rechazan a los hombres las mujeres, sin que queramos darnos por enterados. Fraga iba cada cuatro años con la terquedad del enamorado, pero no había manera. Era, sociológicamente, un hombre con limitaciones y entender eso lo entendemos ahora. Si la política es el arte de lo posible, Fraga de Presidente era un imposible.

Siempre pensé que su encabronamiento venía de ahí, de ser un hombre rechazado. Así resolví yo, ingenuamente, su fama de intempestivo. Porque la democracia era eso. Tener el partido, tener las ideas, hasta poder llegar a tener la razón, pero no ser suficiente. El cabreo de Fraga era el del impaciente y el del listo y se trataba de un demócrata con un amor a España nada democrático. Su aproximación al poder era instintivamente no democrática.

Fraga, con su turismo, trajo las suecas a España y llenó la cabeza del hombre español de la obsesión europea, rubia y patilarga del Ideal. No cabía mayor aperturismo.

En Los Objetos Impares
15 de Enero

"Un iontenso amor a España"