Jorge Bustos
Se va uno de Galicia siempre demasiado pronto y con el alma esponjosa, tibia de dulzura reciente, como si acabaran de empadronarle la morriña. Se va uno murmurando al volante, camino de su Madrid, el Canto a Galicia de Julio Iglesias, dispuesto a retar en sentimiento a todo gallego de cuna desde el último karaoke de la capital. En mi última jornada gallega me cupo el honor de compartir licor café con Manuel Jabois, articulista del Diario de Pontevedra y de una porción de medios, aparte de los que se irán disputando su firma, inevitablemente.
Pisé por primera vez el maravilloso centro tentacular de Pontevedra este verano, y ayer regresaba a él como un Rey Mago a Belén, en alguna medida a desencriptar entre sus piedras la profecía del IRPF desbocado que nos acaba de servir su hijo más ilustre, si es que queremos ver en Rajoy al mesías de nuestra crisis, y ya de camino en Eric Cantona la esperanza de la gabachería sin techo. Después de patearse bien Pontevedra uno se explica mucho mejor la tan denostada renuencia de don Mariano a meterse en problemas, el primero de ellos reconocer a la prensa capacidad de interlocución, igual que en las películas de negociadores con rehenes. Como sabrán, el presidente nació en Santiago pero se crió en esta ciudad burguesa y cuidada, afable con el paseante desnortado que disfruta extraviándose en el prodigioso laberinto de piedra limpia que tiene por casco viejo. Por sus plazas detenidas en el tiempo resulta fácil imaginar al joven Mariano devorando en el Marca las hazañas de Bahamontes o tomando una copiña en el Casino para oxigenarse de la oposición.
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