viernes, 13 de enero de 2012

Aficionados de plaza y aficionados de televisor


José Ramón Márquez

Estos hombres de la fotografía son aficionados a los toros. No sabemos sus nombres, pero sabemos que están en la Plaza Vieja de Madrid viendo una corrida de toros. Sabemos que en esa corrida toreaban Fuentes Bejarano, el Niño de la Palma, Pepe Amorós y Carnicerito de México. Toros de Clairac, cinqueños y bien presentados, “nobles y pastueños, de los que se llaman ‘de paja’ “. Esos hombres contemplaron aquella lejana tarde una soberbia estocada de Pepe Amorós al séptimo toro y una grave cornada en el vientre al picador Arturillo.

La foto la hizo un gran fotógrafo francés el día 16 de abril de 1933. El fotógrafo pasó seis jornadas en Madrid y acudió con su cámara a la única corrida que se celebró en esos días, la corrida de Pascua, inauguración de la temporada; el día en que se retornaba a ocupar la localidad del año anterior.

¿En qué nos parecemos nosotros, aficionados contemporáneos, a ellos? Yo creo que en muy poco. El espectáculo que esos hombres están contemplando ha perdido para ellos que lo conocieron, y ya para siempre, una de sus más indudables señas de identidad tras la imposición del peto. En el momento que se tomó la fotografía hace ya seis años que los caballos salen protegidos con ese antiestético aditamento, el invento que más ha pervertido la pureza de la Fiesta en toda su historia.

En más cosas se diferencian de nosotros. Todo lo que ellos saben de toros lo han aprendido en la plaza, en las tabernas, en las reseñas, en las calles, en todo lo que han oído, lo que han visto, lo que han leído, que es lo que les ha formado como aficionados. En sus caras están las viejas historias de majeza y de valor, las coplas de ciego relatando las proezas de los toreros, las corridas contempladas, las broncas con la afición saltando a la arena, los comentarios oídos en la plaza, los silbos a Gallito el día antes de Talavera, una anécdota de Dominguín el que no era de Quismondo, otra del Duque de Veragua, la censura a Bienvenida por irse de los toros y no arrimarse, la evocación de las estocadas de Frascuelo o el recuerdo del entierro del Chiclanero relatados por el abuelo, los toreros en la calle y en los cafés, todo el aluvión de cosas que, en suma, constituye el bagaje con el que se hacía antes el aficionado.

Los de ahora nos diferenciamos de estos viejos aficionados en muchas cosas, pero principalmente en que en nuestros días todo aquel universo de magia, de relatos, de historias, de romanticismo, ha quedado totalmente anegado por la omnipresencia de la imagen, por la absurda televisión, por el vídeo maldito que te pone frente a la tarde de los toros de Martínez sin ton ni son, porque en nuestros días los contemporáneos pensamos que sabemos porque manejamos todo un repertorio de imágenes que pese a estar muertas desde que las parieron, pese a que en esas imágenes jamás anidó la emoción, sirven para ilusionarnos con la idea de que esas fantasmagorías sin vida que contemplamos, que mueven las muletas como abanicos para que un bicho vaya y venga sin importar ni a qué ni a dónde, representan la realidad y que, por lo tanto, podemos sacar conclusiones y enseñanzas de ellas.

La diferencia de aquellos aficionados de semblantes tan graves con los de hoy en día es que para ellos su afición se nutría de su propia experiencia, de lo vivido, de lo sentido, mientras que en nuestros días cualquier aficionado puede colmar su afición y llegar a pensar que ha vivido lo que conoce, pues es capaz de aceptar como realidad lo que observa a través del ojo de cerradura que es la pantalla del televisor.

Para mí, vistos así, los toros resultan un espectáculo muy empobrecido. Tanto que, en realidad, considero que eso no son los toros, porque los toros, la Fiesta, sólo cobra todo su sentido cuando el espectador se sienta en la dura piedra del tendido de una Plaza.