Orlando Luis Pardo Lazo
No se sabe cuál de las dos es más maricona, si Gina Lollobrigida o Fidel Castro.
Habían nacido en los veranos sucesivos de 1926 y 1927. Pudieron ser hermanitos de sangre. Si te pones, jimaguas o gemelos o hasta siameses. Se parecen y todo, ahora que por fin la muerte los ha indistinguiblemente igualado.
Con la desaparición del siglo XX, desaparecieron también sus estrellas de cine.
Como suele ocurrir con el matusalenismo genético de las mujeres, Gina sobrevivió al Fifo unos cuantos años. Y se murió fea como carajo, con una cara de cartón tabla castrista. Casi un copy-and-paste del aura tiñosa que se le posó en los huesos del rostro a Fidel Castro.
Ambos olían mal al final de sus interminables vidas. Dieron guerra los dos hasta el último día, eso es cierto, en los periódicos y pantallas de mundo y medio. Dicen que el orine les goteaba de sus conductos exocrinos. La pestecita de los viejos, como ya saben, recuerda el olor a huevo podrido de las playas del litoral norte de La Habana, donde el país juega a ser una Arabia Sulfúrica.
Al-Habana.
No sé si llegaron o no se llegaron a templar. Para descargo de ambos de cara a la posteridad, en realidad ya da lo mismo. Es sabido que fueron, por motivos diametralmente opuestos, muy malahojas los dos, a la hora de estar encueros sobre una cama.
Igual la foto no deja de comunicarnos un cierto tinte conmovedor. Conozco bien esos rollitos que la Kodak descontinuó, poco antes o poco después del fin de la Guerra Fría. Una guerra, por suerte, en la que ya no creen las ginas ni los fifos de las nuevas generaciones, esas que heroicamente están hoy reforestando las playas más distantes de Cuba. Hay que largarse lo más lejos posible de fotos fósiles como la de este lunes.
Todos se irán, como se fueron Fidel Castro y Gina Lollobrigida. Nos dejaron como un toque a punto de sepia en Technicolor, impreso en la memoria de una época espectacular. Cuando único merecía la pena estar vivos, incluso entre verdugos y divas como las que posan para nosotros aquí.
La expresión de los ojos de Fidel Castro es una de las pocas constancias que quedan para la historia sobre su inverosímil humanidad.
El monstruo no era un monstruo aquel mediodía sin sombras. Los monstruos éramos los cubanos, que lo habíamos obligado a ser implacable y artero contra nosotros. El asesino en serie seguía siendo un niño con miedo, casi extraviado, medio nerviosito de las mujeres mientras más mujeres se metía, con su voz de pito fuera de las tribunas y su risita aguajirada y con caries. Más que macho alfa, un tronco de mariconzón omega.
Gina tampoco es una mujer mezquina a esa hora sin hora de la Cuba en los tiempos de la utopía. Ha pasado mucho, la pobre, y todavía va a pasar mucho más. El mundo libre era un torbellino por entonces. Triunfar en público es también una tragedia interior. Y, tal vez en Cuba, Gina ha encontrado un roble al que aferrarse por fin. Como si Fidel fuera un padre. Incestuoso o no, eso no importa: es alguien para salvarla del río de los siglos; alguien capaz de prometerle que, aunque los mil novecientos se perviertan en los dos mil, ahí estará él a su lado. Sin telón ni abismos, ni abandonos benedettianos.
Gina y Fidel. Fidel y Gina. Son los años setenta. Es una entrevista entre titanes de los titulares:
―¿Y el momento más feliz de tu vida, Fidel, anda, dime, cuál fue?
―Difícil saberlo, Gina, porque, tú sabes, hay algo de tristeza allí donde se encuentran la gloria y la felicidad.