lunes, 23 de octubre de 2023

Otoño en Madrid

Fotografía de Teodoro Naranjo, Abc


Vicente Llorca


En la Feria del Libro del paseo de Recoletos ha ocurrido un extraño fenómeno mientras yo no estaba, pienso. Todo aparece al doble de precio. En la trastienda de las casetas encuentro bastantes libros este año. Rarezas auténticas o en algún estante algunas primeras ediciones de las que sólo había oído hablar. Pero incluso aquellos volúmenes que sólo son meramente curiosos, o más fáciles de encontrar, están al doble, al triple de su precio anterior.

–No sé qué ha pasado este tiempo con los libros de lance –le comento a mi sobrina Beatriz. En la feria está todo al doble de su precio anterior. Debe de haber sucedido algo.

–No ha pasado nada raro, tío Vicente me contesta con cierta indulgencia. Ha subido el precio de todo, simplemente.

–A los tíos que viven en provincias hay que explicarles las cosas con cierta paciencia.

En una caseta frente al café Gijón rebusco un buen rato. Tienen una rara “Guía de Galicia” de Otero Pedrayo. También el no menos raro “Discurso de las artes y las letras” del falangista vasco Mourlane Michelena. El algo menos invisible “Frente de Madrid” de Edgard Neville. Una primera edición del “Madrid de corte a checa” del Conde de Foxá. Y varias primeras a su vez de Pío Baroja, incluida alguna que no conocía ni de oídas. Todos a precio insólito. Mientras me entretengo hojeando el mucho más normal tratado sobre la perspectiva de Erwin Panofsky –el que se edita de manera imaginativa e incómoda en los Cuadernos de Tusquets– me decido por fin y le pregunto por un pequeño “Idilios vascos” de Baroja, de 1902 creo. Tiene un precio bastante más abultado que el de sus páginas. Pero a veces en estas obras raras del vasco se encuentran páginas y anotaciones de una insólita lucidez, que no se recogen después en ninguna otra parte. De modo que hago un lote con el Panofsky – éste sí, de precio normal- y le pido a la librera que los envuelva. Al hacerlo la librera hojea el Baroja y decide que en realidad cuesta el doble de lo marcado, que alguien le ha cambiado la cifra. Esto no me había ocurrido nunca en mis laboriosos tratos con el gremio –incluida una mañana en que a cambio de llevarme un rarísimo Jorge Luis Borges el librero se empeñó en contarme la inacabable historia de su familia, terratenientes pampeños según decía, venidos a menos y abandono al pronto el Patio de Monipodio gobernado por la librera de marras.

En otra caseta, bastante más amable, un no menos raro “Tiempo de dolor. 1934-37”, libro de poemas de Luis Felipe Vivanco publicado en Madrid el año 1940 y del que no encontramos pie editorial alguno sí una dedicatoria autógrafa a Eugenio de Nora con lo que deducimos que se trataría de una edición de autor. Si el título induce a pensar que el poeta escurialense se refería a los años de la contienda, no hay ninguna referencia en él. El contenido es no menos personal, y sumergido en la época. Pues ningún acontecimiento se recoge. A excepción de una angustiosa demanda a un Dios escondido, que se haría luego frecuente. O una celebración de la plenitud de lo humilde, que serían igualmente signos de la época.

En una caseta inmediata, alguna otra rareza. Ninguna de precio amigable. A excepción de la edición en la rancia y entrañable editorial Iberia del clásico “La cultura del Renacimiento en Italia” de Jacob Burckhardt, que compro al momento. En otra la reedición del apenas leído “Susana o los cazadores de moscas” de Baroja, una novela menor que escribió aquél durante su exilio parisino. Y que tiene el mérito innegable de describir exclusivamente un París de los arrabales, los cementerios de las afueras y el parque de Montsouris, sin referirse en ningún momento a la ciudad del centro. O a una modernidad que el escritor elude, enfrascado en hospitales ominosos, buhardillas de bohemios anónimos o relatos de los crímenes sombríos del siglo anterior. Una primera edición del “Baile en Capitanía” de Agustín de Foxá que adquiero en la suposición de que revele algo de la legendaria continuación de su novela de guerra, la citada “Salamanca, cuartel general”, que nadie ha leído o visto jamás. O una desconocida guía de Ávila de la colección de la editorial Noguer, de Camilo José Cela, una obra ciertamente de encargo. Pero en la que el texto, y las fotografías de Ernest Haas, traslucen la sensación de una ciudad que entonces estaba muy lejos.



Fotografía de Teodoro Naranjo, Abc

Con Jorge voy luego a los toros. Es el primer día que vuelvo a la plaza de las Ventas, en la que no tengo ningún interés. Pero hay un cartel que me hace olvidar por un momento su ambiente pedante y urbano. En el aperitivo previo, en la comida, la reaparición de antiguos conocidos de los que nada hacía suponer que hubieran sobrevivido al invierno.

–Me gustaría ver a Barquerito.

–Y a mí. Hace mucho que no me lo encuentro.

En un pasillo frente a los palcos nos encontramos con Ignacio de repente. Sigue siendo el mejor crítico taurino de estos años. Esta primavera ambos habíamos comentado una lírica reseña del puerto de Castellón, lugar y feria donde presumiblemente nunca ocurre nada, que nos hizo pensar que si no íbamos ese año a Castellón no habíamos ido nunca a ninguna parte.

En la plaza esa tarde tampoco sucedió nada. A excepción de un quite inmenso e imposible del torero que en realidad habíamos ido a ver.

–Ya nos podemos ir.

–Pues sí. Ya lo hemos visto todo.

El resto es silencio. Y vinos con los amigos. (¿Pero tú no te habías muerto? –le preguntó a una aparición en el bar nuestro diplomático amigo mejicano).

No había ocurrido nada. El otoño aún no ha llegado. En su crónica de la corrida y del tedio de esa tarde Barquerito había escrito:

“Este desdichado sábado primero de octubre con temperatura primaveral, y una luz impropia: no tibia, sino radiante. Y, sin embargo…”


Fotografía de Teodoro Naranjo, Abc