JOSÉ RAMÓN MÁRQUEZ
Aquí, hoy, como han pasado cosas, conviene ir a lo negro, que en este caso sería la lidia y muerte del cuarto y del quinto de la tarde, los dos que portaban el hierro de Toros de Cortés, pero antes hay que hacer dos apuntes, a ver si salen breves.
En primer lugar que en los toros nada está escrito y por más que te anuncien una corrida como la de hoy con ganado de Victoriano del Río y Toros de Cortes, como si dicen setroC ed soroT y oíR led onairotciV, juampedreo comercial de primera, pasto de figuras, toros criados para la muleta, etc., nadie es capaz de imaginar que van a saltar al ruedo los dos mansazos de Premio Nobel, a los que tan sólo les faltó saltar al callejón para explicar el catálogo entero de la mansedumbre, y que esos dos toros se iban a convertir en los protagonistas que cambiaron el signo de una tarde anodina, como tantas, en una efervescencia de emoción en la que nadie fue capaz de apartar los ojos del redondel.
En segundo lugar, que tiene que darse la coincidencia de que al toro le corresponda el torero que quiera y pueda medirse con él, que a ti te han contratado para tomarte un chocolate con churros y de pronto ni chocolate ni churros, sino que lo que te toca es zamparte la botella entera de whisky peleón. Y que esto pase con uno, vale, pero es que han sido dos los que han agarrado la botella por el cuello y se la han ventilado, cada cual en sus estilo, apurándola hasta las heces.
Hoy, en Las Ventas se ha dado esa conjunción y hemos tenido una extraordinaria tarde de toros, de esas que sirven para que alguien que jamás haya entrado a una Plaza se interese por lo que sus atónitos ojos están viendo, porque en mi opinión hace más por la Fiesta la exhibición de valor, ganas, oficio y conocimiento frente a la incertidumbre del comportamiento de un animal, el dramatismo de no saber si el pase siguiente se logrará producir, la insoslayable voluntad de un hombre de salir vencedor en la pelea, jugando valerosamente con la ausencia de cualquier certeza sobre si lo que se propone va a llegar a buen puerto, que esos tristísimos muleteos a la caza de la exquisitez y de lo que en el mundillo se conoce como “arte”, la mayoría de las veces decadentismo y postureo. Corrida para ver en la Plaza, que es como se ven los toros y no en esa cajita resabiada y hortera de la TV que tanto bien hace a los malos toreros.
El primero, Lastimado, número 5, castaño listón y bien puesto dio lugar a un pique de quites entre Castella y Paco Ureña que anunciaba la disposición con la que venía el francés, lanzado al mundo de la gloria desde su actuación madrileña en San Isidro, y las ganas de Ureña de defender su innegable cartel en Las Ventas. Castella brindó al público. Cuando iba a comenzar su faena, con la Plaza en absoluto silencio, una certera y potente voz gritó: “¡Eutimio, fuera del Palco!”, opinión que desde aquí suscribimos completamente. El toro se apagó y no merece la pena seguir con él ni con el desarrollo de la corrida hasta la salida del cuarto, Devoto, número 183, negro, que es el toro más manso que hemos tenido la oportunidad de ver en años en Las Ventas. Después de andar un rato el toro sin centrarse en nada ni en nadie, Castella se aproxima al bicho y le tiende su capote aguantando la indecisión del animal y, cuando por fin éste se arranca, refrenándose, le brega con suficiencia saliéndose con él hacia el tercio, aguantando las tarascadas y consiguiendo que el toro no le tropiece la tela del capote ni una sola vez. Algunos insensatos comienzan a corear “¡Fuera, fuera!”, como si la condición mansa del toro fuera motivo como para echarle, ellos sabrán por qué. Luego el tercio de varas es tal como cualquiera pueda imaginárselo, porque el animal no toma una sola en regla. A continuación entra el animal en el negociado de José Chacón, que está enorme en la brega labrando el toro para su matador, pura torería y pura eficacia, y que se lo deja listo a Rafael Vioti para que se luzca con los palos, aguantando lo que nadie sabe y, en el segundo de ellos, recibiendo un trompicón tras clavar del que sale con guapeza y torería. En ese momento la Plaza en pie rompe en aplausos en reconocimiento al mérito de ambos toreros.
Con un runrún creciente y con los del “¡fuera!” callados ahí se va Castella a iniciar por bajo la faena. Comienza a trabajar sobre los cimientos de Chacón y a mover al toro con la mano derecha, muy seguro y dominador, con gran oficio, armando la faena de una forma muy ensamblada, muy bien estructurada, convenciendo bastante al respetable y, una vez que tiene la certeza de que el toro está en su poder, más erguido, pega unos derechazos de mucha enjundia que ponen a muchos en pie. A continuación se empeña en ese registro y la faena baja un poco de intensidad hasta que un pase de trinchera vuelve a enardecer a los tendidos. Insiste con la derecha confiado y mandón y se pasa la franela a la zurda para intentar ese registro sin mucho convencimiento; en este momento la faena vuelve a bajar, pero ahí tiene Castella preparada su traca final con dos cambios de mano impresionantes, el primero de ellos sobre todo, alargando el pase natural con mando, poder y torería y resolviendo esa ecuación de posiciones con el pase de pecho de pitón a rabo. Es en este momento cuando vuelve a poner a la Plaza en ebullición y desde ahí ya considera que es el momento de matar, fallando por tres veces en la suerte suprema. Muy serio y muy bien Castella con los mimbres de su toreo a los que pondríamos sinceramente la pega de la longitud de su trasteo al que le sobran, como mínimo, dos series de derechazos. Faena armada, concebida desde la tauromaquia del francés, completamente la de un torero cuajado y con claridad de ideas. Vuelta al ruedo unánime.
Nadie sabía que en el chiquero estaba aguardando Andaluz, número 182, negro listón salpicado que iba a arrebatar a Devoto inmediatamente el cetro de la mansedumbre suma, pues desde su salida quiso hacer ver a todo el mundo que a él a manso no le ganaba ni su hermano. Anduvo de acá para allá todo el tiempo que le dio la gana sin hacer caso del capote de Ureña ni del de Agustín de Espartinas, que, finalmente y a base de esfuerzo, consiguió darle un medio chicotazo con el percal. Lo de las varas ya fue el acabose, porque el bicho iba de un caballo al otro y al sentir la pica en el espaldar, o donde cayese, salía de naja como uno de esos tironeros de los bolsos, sin atender a nadie, y cuando se acercaba al caballo se acordaba de que allí le habían pinchado y salía a escape haciendo un regate al penco. En esas circunstancias nuestro “Timi” sacó el trapo colorado para que el oprobio de las banderillas negras cayese sobre Andaluz, que desde el inmortal Cazarrata no veíamos ese pañuelo asomar en el Palco. Con muchísimas fatiguitas, que incluyen tirarse al callejón de cabeza anduvieron Curro Vivas y “Azuquita” con los que el toro hizo furioso hilo hasta la barrera sin atender a capotes. “Timi”, acaso por motivos humanitarios, cambió el tercio con dos banderillas en el espaldar del toro y una en el cerviguillo, y allí que se fue Ureña a ver qué es lo que se podía enjaretar con este Andaluz de tan poco salero. Nadie hubiera censurado a Paco Ureña que se hubiese doblado con el toro y le hubiese pegado un espadazo, visto lo visto, pero no era esa su intención, que él desde el principio le propone la muleta al toro con sus precauciones y este acude, y entonces el lorquino comienza su obra que consiste en poder al toro en los medios, aplicando la fórmula clásica del toreo, que es ponerse en el viaje del toro y de rematar el pase cayendo hacia adelante, sin retroceder. La sensación dramática es que el toro se le puede echar encima en cualquier momento, pero que el torero no está dispuesto a ceder su posición al de los cuernos pase lo que pase. Al principio le va sacando los muletazos, intensísimos, sin fiarse de la posible repetición del toro, retirando la muleta y sin buscar la neta incertidumbre de la ligazón, sin ceder ni un solo centímetro su posición de torero que sabe que esa pugna la va a vencer. Ureña se la juega en cada uno de sus desgarrados muletazos a sangre y fuego, de los que unos salen más limpios y otros más comprometidos, pero aquí se trata de vencer y de crear la sublime belleza de un hombre frente a la fiera, a la que va a dejar sometida en una apoteosis de toreo por abajo, de mando y de muñeca, con la Plaza entregada a su torería y a su verdad. Falla a espadas y recoge las ovaciones unánimes en su vuelta al ruedo. Es extraordinaria la actuación de Ureña, que a mi modo de ser de aficionado me llena más que la de Castella quien ha firmado su mejor actuación en Madrid de su carrera. Ahí quedan dos conceptos para debatir entre los aficionados y para enredarnos en esas sobremesas del invierno, que es muy largo.
El tercero en discordia en esta tarde era Ginés Marín, que no tuvo la suerte de que le tocara su correspondiente mansazo. Tanto su padre Guillermo Marín como Ignacio Rodríguez fueron derribados de sus pencos, siendo esto lo más reseñable en la tarde del de Jerez.
La mejor tarde de Castella en Madrid
ANDREW MOORE