domingo, 15 de octubre de 2023

En busca de la prevalencia de los idiotas XIX



Martín-Miguel Rubio Esteban


Efectivamente, los luminosos idiôtai que constituyeron la Democracia Ateniense nunca perdonaron la traición o prodosía. La libertad es un tesoro que no se pude perder. Existe un relieve en mármol de un decreto contra la traición a la Democracia, procedente del Ágora y grabado por el lapicida en el 337/6 a.C., que podemos ver en el Museo del Ágora de Atenas. El relieve lleva el núm. I 6524, y tiene una altura de 1,57 m., una anchura de 0,41 m., y un espesor de 0,10 m. En la parte superior de la estela vemos un precioso relieve de la Democracia coronando al Demos. La ley fue aprobada a raíz de una propuesta de Eucrates, apenas unos meses después de la victoria de Filipo en Queronea y tenía como objetivo desalentar cualquier movimiento promacedonio que pudiera poner en peligro el sistema democrático de la ciudad. Traduzcamos esta hermosa estela con la prevalencia de los idiotas coronada: «Si alguien actúa contra el pueblo para establecer una tiranía, o ayuda e incita a la instauración de una tiranía, o disuelve el Demos y la Democracia de los atenienses, entonces honrado y bendecido sea quien lo mate, por haber participado en esto de alguna manera. Y si se disuelve la Democracia por decisión de la Boulê (Parlamento), que a ninguno de los Bouleutai de la Boulê se le permita ascender jamás al Areópago para participar en una reunión para decidir sobre cualquier asunto, y si tal evento pudiese suceder, que él y sus descendientes sean privados de sus derechos políticos, que sus bienes sean confiscados y que el diezmo de ellos sea entregado a los dioses». Ho échôn ôta akouétô. Esto es, qui habet aures audiendi, audiat.


La introducción de un proceso público abierto a todos los ciudadanos había producido un tipo de sicofante: el ciudadano que obtenía beneficios interponiendo acciones públicas. La introducción de la graphê paranomôn creó otro tipo de sicofante: el ciudadano que se comprometía a actuar por dinero como proponente. Para evitar el riesgo de que una propuesta avance, un rhêtor destacado podría preferir pagar a un ciudadano para que preste su nombre al proyecto de ley, de modo que él mismo sólo tuviera que recomendar la propuesta en la ekklêsía. El títere era registrado como el proponente oficial, y si se presentaba una graphê paranomôn, se pediría cuentas al títere, y no al rhêtôr que había planteado el asunto. Estos rhêtores de títeres se llamaban sicofantes y parecen haber sido bastante numerosos. Las fuentes epigráficas suelen registrar a los rhêtores menos destacados como proponentes de decretos. Algunos de estos proponentes eran bouleutai o diputados comunes o ciudadanos comunes que por una vez ejercieron sus derechos políticos. Pero otros bien podrían haber sido sicofantes a quienes se les había pagado por impulsar la propuesta de otro hombre. De ninguna manera todos los rhêtores recibieron regalos o gratificaciones, y nunca debemos olvidar que algunos ciudadanos gastaron medios privados en asuntos públicos. El general Timoteo, por ejemplo, tuvo que aportar fondos privados y obtener préstamos para mantener la flota que el pueblo le había ordenado comandar sin votar subvenciones suficientes. Los obsequios y gratificaciones recibidos por los rhêtores tenían diferentes orígenes y servían para diferentes propósitos. Algunos eran legítimos, como, por ejemplo, la concesión de una corona de oro por valor de 1.000 dracmas. Otros eran turbios, como por ejemplo los obsequios y gratificaciones. Y finalmente, hubo sobornos que indiscutiblemente estaban relacionados con la traición y la sicofantía. Los atenienses nunca aprendieron a discriminar entre «regalos» y «sobornos», y es significativo que usaran la misma palabra para ambos, id est, dôron, que significa regalo, pero en algunos contextos obviamente «soborno». De manera similar, una acción pública por soborno se denominaba graphê dôron. Según la letra de la ley, recibir cualquier cosa era un delito penal. La ley se cita en Dem. 21.113. La actitud vacilante de los atenienses respecto a los «regalos» supuso una política incierta e inestable hacia sus dirigentes políticos. Un rhêtôr podía adquirir riquezas impunemente siempre que tuviera la confianza del pueblo, pero un cambio respecto al sentimiento público daría inmediatamente a sus oponentes la oportunidad de hacer que lo condenaran por soborno en una acción pública, lo que podría costarle al líder toda su fortuna, y a veces también su vida. La democracia ateniense se basaba en el voluntariado, pero la iniciativa privada tenía que ser estimulada mediante recompensas y reprimida mediante la amenaza de castigos. Para los rhêtores de la ekklêsía, las recompensas eran obsequios y decretos honoríficos aprobados por la asamblea popular, mientras que las penas eran evaluadas por la asamblea popular. La corrupción y la malversación de fondos, de las que habla largamente Aristóteles en su Política, eran las notas claves en todos los procesos políticos, sin importar si el acusado era un general que había perdido una batalla, o un rhêtôr que había persuadido al pueblo a aprobar un decreto inadecuado, o un embajador que había aceptado condiciones insatisfactorias en negociaciones con otros estados. Un rhêtôr podía ser honrado por el pueblo en una sesión de la ekklêsía, y en la sesión siguiente podía ser acusado de un delito capital, incoado por una eisangelía o una graphê paranomôn y llevado ante un dikasterion (tribunal popular). Entonces como hoy la gloria y la desgracia infamante estaban siempre juntas para el político. ¿Qué hubiera sido, por ejemplo, de un Felipe González, coronado ayer con laureles por su partido, y hoy con cardos por el mismo partido, en la Democracia Ateniense, con tantos dôra como recibió?


El debate en la ekklêsía era, en principio, una serie de monólogos, cada uno compuesto y pronunciado como una unidad independiente. Uno a uno, una docena de oradores (rhêtores) se dirigían a un público de varios miles de ciudadanos, siempre indeterminados —la audiencia siempre cambiaba— que escuchaban los discursos en silencio y luego votaban sobre el asunto sin ninguna consideración previa entre ellos ni intercambio de pareceres. La pronunciación del discurso era interrumpida únicamente por la lectura por parte del secretario a la gente de un documento insertado en el discurso (esto sucedía sobre todo en el genus forense, con las pruebas, testigos, etc.). El debate consistía en una comunicación unidireccional del orador al pueblo. En principio no había comunicación de los participantes en la Asamblea hacia los ponentes ni entre los participantes. Y no había comunicación entre los oradores, excepto que un orador siempre podía comentar el discurso pronunciado por el orador anterior. En realidad, sin embargo, es posible que los atenienses nunca hayan celebrado una sola sesión de la ekklêsía en la que este modelo ideal de debate fuera estrictamente respetado.


En primer lugar, los participantes, sentados uno al lado del otro, podían intercambiar en susurros opiniones sobre el discurso pronunciado desde la plataforma o sobre el debate en general. Un líder político a menudo estaba rodeado de unos pocos seguidores y estos, por supuesto, durante el debate discutían los discursos y preparaban su propia línea de acción. Esquines, nos cuenta, por ejemplo, que Demóstenes, durante la ekklêsía celebrada el 19 de Elafebolión del año 346, mostró una propuesta redactada por escrito a Amintor de Erchia. Estaba sentado al lado de Demóstenes y ellos discutieron si Demóstenes debería presentar su propuesta a los proedroi y someterla a votación. Un debate de este tipo era privado y se desarrollaba independientemente del discurso que se estaba pronunciando en la bêma. Pero un orador bien podría sugerir a algunos participantes a compartir sus conocimientos con otros. Así, podría exhortar a los ancianos a confirmar un hecho histórico mediante un gesto o una breve observación a los jóvenes sentados cerca. Este modo de proceder está atestiguado únicamente en discursos forenses. No hay ningún ejemplo en los pocos discursos simbouléticos que hemos conservado; pero un argumento por analogía es en nuestra opinión convincente (v. gr. Dinarco 1.42. Cfr. también Demóstenes «Epístolas” 2. 10. La carta de Demóstenes está dirigida al Consejo y al Pueblo. Así se debe entender que fue leída  durante la ekklêsía).


Más importante era la reacción instantánea de la gente a los discursos pronunciados. Los participantes se tomaban la libertad de interrumpir al orador con aplausos y vítores, gritos de protesta o risas. Los aplausos eran una aclamación que a menudo buscaba el propio orador. Por el contrario, un orador que era o temía ser interrumpido por gritos de «vergüenza» podría pedir a la gente que guardara silencio. Sin embargo, a veces sucedía que la gente se negaba a comportarse y entonces gritaba al orador que hiciera callar. En otras ocasiones la reacción del público motivaba dos respuestas contrarias, y algunos vitoreaban al orador mientras otros se burlaban de él. Los arrebatos de este tipo eran a menudo espontáneos, con carácter general, y no planeados en la medida en que las interrupciones del discurso se limitaban a la aprobación, la protesta o la risa. Una forma diferente de abucheo consistía en preguntas o comentarios realizados por un participante individual o por un pequeño grupo de participantes. En este caso, una interrupción podría convertirse en un breve diálogo entre el hablante y la persona que interrumpe. A menudo estas interrupciones estaban ya preparadas previamente. El propósito era a menudo inducir a un orador a responder una pregunta o desarrollar sus puntos de vista. Pero el efecto buscado también podría ser el de reducir al silencio al hablante. El que interrumpe a menudo lograría su fin si podía quitarle al orador la corona y ponérsela él  so pretexto de preguntas o comentarios, y provocar con ello una burla contra el hablante. Los abucheos eran a veces espontáneos pero otras quizás también el resultado de una estrategia bien planificada, lo que lleva a la siguiente cuestión: ¿hasta qué punto los rhêtores de la ekklêsía estaban organizados en grupos políticos? Aparte de los pocos líderes políticos, había varios rhêtores menores, según Demóstenes unos 300. Estos mismos no se dirigían regularmente a la ekklêsía, pero a menudo los líderes políticos los persuadían o les pagaban para que actuaran como proponentes responsables. Muchos eran seguidores de algún líder. Solían tomar asiento cerca de la plataforma o tribuna (la bêma), adonde los abucheos serían más efectivos, y muchas veces eran los responsables de las interrupciones (vid. Hipérides 1.12, o Demóstenes, en 59.43, 18.143 y 19.23). Los estallidos de aprobación, disenso o risas del pueblo eran parte regular y esencial de cualquier debate en la ekklêsía. Según la letra de la ley, las interrupciones estaban prohibidas. Pero los atenienses hicieron caso omiso de las normas. Los presidentes, es decir, los prytaneis y los proedroi, eran responsables del mantenimiento del orden durante la sesión, y estaban facultados para ordenar a un orador que se sentara, o para expulsar a un ciudadano del lugar de la reunión, o para imponer una multa. (en el siglo V el orden era mantenido por los prytaneis asistidos por «los arqueros» (toxótai). Estos «arqueros» eran un cuerpo de 300 esclavos públicos de origen escita. Pero en el siglo IV el mantenimiento del orden recaía en los proedroi ( asistidos por los prytaneis), y ya no se menciona a los famosos arqueros, la policía de la ciudad. Pero nuestras fuentes se refieren exclusivamente a la interferencia de los proedroi con los rhêtores. No hay un solo pasaje que demuestre que los abucheos hubieran dado lugar a la imposición de una multa a los ciudadanos que interrumpían a los «rhêtores«. En este caso los atenienses parecen haber recurrido a otros remedios para mantener el orden. Los «rhêtores menores» podrían interrumpir más fácilmente al orador si estaban sentados cerca de la plataforma. Pero en 346/345 los atenienses introdujeron una ley que prescribía que todos los miembros de una tribu, es decir, alrededor de una décima parte de los ciudadanos que asistían a una ekklêsía, eran responsables del mantenimiento del orden. La tribu que presidía, como se la llamaba («he proedreuousa phylê«), era seleccionada por sorteo antes de la sesión y se le concedía el privilegio de los asientos delanteros del auditorio (proedría). Cuando varios cientos de ciudadanos corrientes pertenecientes a una tribu estaban sentados alrededor de la plataforma, era mucho más fácil contener tanto al rhêtôr, que actuaba en la tribuna, como a aquellos que intentaban interrumpir al rhêtôr con protestas o preguntas, que ahora debían formularse bastante más lejos de la plataforma. Probablemente gracias a este ley se volvieron menos perturbadores los debates. Aunque según Esquines, esta ley nunca tuvo el efecto deseado (vid. Esquines 3. 4 y Demóstenes 25.90).  


El principal impulsor de la democracia ateniense era un determinado numero de rhêtores que iniciaban la política pronunciando discursos en la ekklêsía y promoviendo propuestas sobre las que el pueblo ateniense votaba. Hemos hablado en otras entregas sobre el origen social de los rhêtores y debemos abordar ahora una pregunta crucial: ¿los rhêtores en la ekklêsía tendieron a formar grupos políticos? La verdad es que ésta es una cuestión muy controvertida. En la «Historia antigua de Cambridge», W. W. Tarn nos dice que «en realidad había cuatro partidos en la ciudad. Estaban los oligarcas, liderados por Foción (…) Estaban algunos moderados adinerados, representados por el inteligente Démades (…) Estaban los radicales, encabezados por Hipérides (…) Por último (…) estaba la gran masa del partido demócrata (…) los hombres que habían seguido a Demóstenes». La monografía de Claude Mosse sobre la Atenas del siglo IV incluye un capítulo llamado «la lutte des partis«. Y a menudo se afirma que Eubulo era el líder del partido por la paz, o que Demóstenes controlaba el partido antimacedonio. Estos puntos de vista suelen estar sostenidos por historiadores europeos acostumbrados a partidos políticos formados y unidos por una ideología común. Otros historiadores, como por ejemplo R. Sealey, W. R. Connor, o Robert K. Sinclair -cuya obra traduje para Alianza Editorial hace casi cuarenta años-, rechazan el modelo basado en ideologías y evitan el término «partido». Prefieren hablar de «grupos políticos» unidos por el parentesco, la amistad, los gimnasios, los simposios o la influencia regional, y lo que tienen en mente son grupos más cercanos a los partidos políticos que se encuentran en Estados Unidos —sobre todo los de la primera época, aquella de Washington, Adams, Jefferson, Hamilton, Madison o Burr—. No es de extrañar que estos historiadores, como por ejemplo O. Reverdin, A. H. M. Jones y M. I. Finley, rechacen por completo la idea de que en Atenas se formaran grupos políticos de alguna importancia o que tuvieran alguna influencia en las decisiones tomadas por los atenienses. El partido político no existió en la Democracia Ateniense.


Leer en La Gaceta de la Iberosfera