Taiwán
En cuanto el fútbol dejó de ser balonmano no ganó el equipo de Guardiola. Eso es lo que le debe el fútbol de 2021 a Tuchel, este gran entrenador que ha finiquitado el paripé de los toquecitos, y esa vuelta a empezar, todo de nuevo, continua, mareante, con el pase atrás como base táctica. Y tanto tirarse al suelo (ese Sterling que no entendía anoche que su teatro no pudiera ser sancionado a favor, ni tampoco lo comprendía Gabriel Jesús, ese clon de Sterling que ocupa, supuestamente, el puesto de ariete).
En cuanto el fútbol se convirtió en recién hecho, en garra y empuje, el juego de los efectos especiales (caídas, faltas, aglomeración, protestas, picaresca y estadística) dejó de funcionar. Podemos comentar, de paso, que no entendemos las lágrimas de Agüero porque no era titular, ni lo iba a ser y jugó de milagro —será por cosas que él sabrá—, a no ser que llorara por haber chupado tanto banquillo bajo las órdenes del filósofo de Sampedor. El filósofo esta vez no pudo dar la charla a nadie pues se jugó a 120 Kilómetros por hora y no le dio tiempo ni de pensar ni de echar sus parrafadas mediáticas dirigidas a cambiar las decisiones de los árbitros: esta vez una final dirigida por un español (Mateu Lahoz), que lo hizo tan bien, que no lo parecía. No sabemos si a Pep que el árbitro fuera de la Península Ibérica le produjo mudez (a su vez, además, no sacó a ninguno de los jugadores españoles del City: Rodri, Torres, García y Laporte, todos ellos convocados por Luis Enrique para la Eurocopa), porque su silencio (de Pep), reflejaba que no pudo ni supo contestar a la disposición de jugadores desplegada por el Chelsea en el campo, un desdoblamiento combativo, enérgico, valiente, enfocado y dirigido a que surgiera ese pase vertical definitivo, el que le pudo servir Mount a Havertz, para que resolviera con alegría la situación, con el gol, a modo de placer propio de un jugador que se encuentra en ascenso y disfruta de lo que hace.
Tanto el Bayern de Múnich, el año pasado, como el Chelsea este año le han dado una vuelta al fútbol, en la vieja Copa de Europa, para convertirlo otra vez en un juego donde predomina lo vertical, con la belleza del pase largo, la disciplina defensiva (saberse situar en el campo), tapar huecos (nada de pasillos), la recuperación de balón y lanzarse al ataque. Sí, puede ser que tanto el Bayern como el Chelsea no sean los mejores equipos del mundo, pero han sabido sacar en la escena que les ha tocado lidiar, algo fundamental, el orgullo; necesario, primero, para no dejarse ganar por otros equipos plagados de figuras (con miles de datos estadísticos a favor) y, en segundo lugar, para imprimirle intensidad, ritmo, agresividad (sana), pundonor y tensión al deporte rey, para no amilanarse ante rivales con más recursos (se dice que técnicos), pues los recursos del fútbol (brío, ímpetu…) son infinitos (a veces, más valiosos que los técnicos) pero hay que saber sacar partido (a ese entusiasmo, a esa ilusión, a ese amor propio, a la lucha, a la pelea, a no ceder un milímetro en el campo). Todo ello muy ausente en La Liga española, donde el pasillo Messi ha adocenado todas las tácticas posibles (con resultados como: 6-0; 0-5; 7-1; 2-8) y ha adormecido a todos los jugadores que prometían y que se han quedado en poca cosa (comparemos esa línea medular del Chelsea de ayer con jugadores prometedores españoles y saquemos conclusiones de qué es lo que falla, si lo que se echa de menos viene de las órdenes de los entrenadores de los clubes españoles (entrenadores buenistas: ¡hay tantos!) o del endiosamiento de los propios jugadores que piensan más en una estética huera y no en la belleza de la verdad; o de ambos ámbitos.