Bonifacio
Hughes
Abc
La prohibición del Toro de la Vega, de su muerte, me parece un acto más cercano a la barbarie que el propio hecho en sí.
Entendiendo barbarie no por la progenie de Bárbara Rey, sino por alejamiento de la propia cultura. Por exterior, en este caso, de lo humano.
Se hace por razones de tipo animalista, aunque no sólo. En realidad, detrás hay otras cosas: el anticasticismo, el antiespañolismo (que es el casticismo de ahora) y la cesión a una nueva ideología ambiental. Es decir, el oportunismo político, valga la redundancia.
La prohibición abre la puerta (en Castilla) al final de la tauromaquia. Las razones que se van a dar para separar lo de Tordesillas y el Arte de Cúchares (tenía que escribirlo) son meramente estéticas. Curioso papel el de la estética. “Los toros se salvarán (por ahora) porque son arte”. O sea, que sobreviven, y es bueno saberlo, y que lo sepan los taurinos, por lo que tengan de arte, belleza, monería. O sea, la estética, calibrada no se sabe cómo, dentro de un espectáculo popular.
Lo humano es lo “kultural”, lo pintable, rodable, lo poetizable o gimoteable. Que esto lo haga el PP no significa ya mucho. No sé nada de toros, pero el PP pasa a convertirse en la derecha morantista, o tomasista: lo español estético como única defensa.
Vivimos en el gurtelismo-morantista.
Así que se acaba con una tradición por decreto. Esto es un acto de brutalidad cultural que hiere también la sensibilidad, otra sensibilidad. No se acaba por el paso del tiempo, por la sustitución de una tradición por otras (los festivales, lamerle a tu gato con una espátula protésica que salía ayer en prensa, o las romerías futbolísticas…), sino mediante la prohibición. Jesulín protestó una vez con una profundidad de siglos, jesulinesca y honda: “Me opongo a prohibición porque yo defiendo las tradiciones”. Lo dijo un hombre que tenía a Currupipi.
La política se rinde así a un estado opinativo compasivo, gatófilo, pseudoanimalista. Está penada la crueldad animal, nuestro ordenamiento ya la establece, pero al Toro de la Vega se le quita su compuesto cultural o tradicional para ganar, en él, una batalla simbólica.
Es un paso más en el animalismo difuso. Todo sobre la base de considerar el dolor animal parejo al humano. Lo humano es el dolor, escribió (nada sospechoso) Sánchez Ferlosio. Pero si convertimos el dolor animal en lo mismo que el dolor humano estamos degradando su estatuto. O compartiéndolo. Pero bien está, si ha de ser así. Lo que pasa es que no se va a regular, por ejemplo, el estatuto de la mascota, que lo que viven esos animales no está escrito. Su horrible antropomorfización, el tener que estar condenado a la perpetuidad de espejo-confidente-cojín acariciable del dueño. ¿No es eso daño psíquico? ¿No hay una restricción intolerable de su libertad que los deprime, contraria a su morfología y a su naturaleza?
Venga, ahí os quiero ver, animalistas. Si prohibís las mascotas yo me hago activista, qué digo activista, ¡terrorista animalista!
El sujeto que saldrá de aquí es algo extraño. Porque un avestruz puede tener derechos en tanto ser que sufre, según ellos. ¿Pero y obligaciones? ¿Y por qué ella no y yo sí? ¿No devaluará eso el estatuto del individuo? Sobre ese sujeto es imposible construir un conjunto de obligaciones.
El animalismo está muy bien, pero luego tendrá muy difícil sostener lo humano.
El animalismo se parece, a veces, más a una religión que al evolucionismo. De hecho, a mí me molesta que hayan prohibido la muerte taurina en Tordesillas no por el hecho taurino en sí, que no me gusta, sino por la romería animalista. Por la época se convertía en algo fascinante. En una especie de Semana Santa animalista, que le daba al toro un sentido sacrificial (tentativa de lo divino, al fondo) y en la que mujeres y hombres, arracimados como penitentes, sufrían por el animal, lloraban, alcanzaban éxtasis compasivos, sintiendo su dolor en el dolor taurino. Ese espectáculo de proyecciones doloridas (¡Dolorosas de la palestina!) me parecía delicioso. Lo veía ya como una semana santa mayera, que se oponía un poco, y le daba espiritualidad cristiana a nuestros mayos báquicos y algo paganizantes.
Era como un retorno del dolor, casi pavesiano, en el momento primaveral. Pero todo eso me lo han quitado.
De hecho, ahí le veía yo, y le veo aún, una utilidad grande a lo taurino, como perpetuación de micro semanasantas en las que lo divino sobrevive en forma de ensoñación biológica, y en las que no mueren Cristos, sino Toros.
En animalismo impone un igualitarismo terrible, el mayor de todos, el del concepto de Vida. En este punto, los animalistas se parecen más a los religiosos que a los evolucionistas.
No sabemos qué será de nosotros. Por eso, al ecologismo deberíamos añadir quizás un poco de ecología cultural. Un poco de prudencia.