jueves, 12 de mayo de 2016

Quinta de Feria. Ureña, un mes después


Paco Ureña

José Ramón Márquez

¿Y qué mas nos da que lloviese si hoy hemos visto torear? Como náufragos en medio del mar vamos por esas Plazas de Dios, por esas Ferias, como Diógenes del toreo, buscando un muletazo que echarnos a la boca, que ya nos conformamos con un solo muletazo, buscando un par de gramos de pureza y de verdad con los que ir tirando, que nos ayuden a convencernos de que no estamos locos, que sabemos bien lo que nos gusta porque lo hemos visto hacer, que lo auténtico se puede hacer. Un buen día salen las cosas, los hados son favorables y se produce la conjunción del toreo: va un tío, se planta enfrente de un toro y le explica las cuatro verdades y nos deja en estado de gracia, de ver que lo que propugnamos es posible, que no es ninguna invención alucinada, que el toreo por el que soñamos es de este mundo y se puede hacer a cambio de que el que lo haga tenga las ganas, el conocimiento, los redaños y la hombría de querer hacerlo. Hoy miércoles 11 de mayo esa conjunción se dio en la persona de Paco Ureña.

En esta lluviosa tarde Ureña dio el toque de atención al recibir de capa a su primero, Marisquero, número 63, de Toros de El Torero, al que en esos primeros lances le arrea una verónica por el izquierdo de las de antaño, la pata adelante, el toro mecido, el lance largo, mandón y elegante, la planta erguida. Un fulgor del viejo toreo de capa, otra cosa en trance de desaparición, y una llamada para el que estuviese atento. Luego, cuando va a iniciar su trasteo de muleta, el toro se le viene de cualquier manera y Ureña, con la más despreocupada naturalidad, le suelta una trincherilla al estilo de aquellas de Chenel, quitándose al toro con guapeza y torería, sin darse importancia, como quien saluda a un conocido. En esos dos episodios ya hay más toreo del que llevamos visto en Las Ventas en toda la temporada: en el primero porque el torero invade deliberada y valientemente el viaje del toro, colocando su pierna como eje sobre el que hace pivotar la acometida del Marisquero dirigida en pura suavidad de toreo por el capote; en el segundo porque ante la súbita acometida del burel, la cabeza del torero se mantiene fría para resolver con guapeza y chulería la situación en que el toro le quiere comprometer, desengañándole y dejándole listo para lo que ha de venir después.
Y si sólo fuesen esos dos fulgores ahí nos quedaríamos, que estamos tan poco acostumbrados a deleitarnos con cosas óptimas que con que agavillemos un par de ellas ya nos vamos casi saciados y agradecidos, pero el caso es que Ureña no estaba hoy por esa labor, porque él se había venido a Las Ventas a tratar de no dejar pasar la ocasión de decir “¡aquí estoy yo!”, después del ninguneo de Sevilla. Digamos que las condiciones del tal Marisquero no coincidían en absoluto con las características de lo que se conoce por “toro artista”, vamos que no era toro de los que hacen clamar a los matadores lo a gustito que han estado con él y lo que se han divertido toreándole. Bien al contrario, el animal ni era claro ni regaló en modo alguno sus inexistentes humilladas embestidas y, además, por dos veces lanzó unos gañafones espeluznantes al torero que si le agarran bien, le arrancan la cabeza de cuajo. Pues bien, ahí tenemos a Ureña frente a la prenda y, sin más probaturas que la trincherilla antes dicha, se pone en el sitio que nadie aún había osado pisar, que es el sitio donde los toros cogen y hacen mucho daño, y desde esa posición que es la de torear, echa la muleta hacia adelante y se trae al toro, aguantando a base de coraje su fea embestida de cara alta, y a base de oficio -de lidia- va haciéndose con él sin renunciar en ningún momento a su carta triunfadora: estar cruzado con el toro, ganándole la acción siempre, para vencerle. La faena a partir de su mitad cobra otro aire cuando Ureña entiende que el toro está ya algo más en sus manos y, aunque el bicho es incierto y no se entrega, el torero continúa su labor con la derecha encajado y pisando el terreno que pisan los toreros, para rematar con unos naturales sacados de uno en uno de los que alguno ha sido un cartel de toros, de cuando en los carteles de toros se pintaban toros y toreros. A éste lo mata de un pinchazo y una estocada rinconera perdiendo el engaño.

Su segundo, menos áspero que su antecesor,  se llama Ojibello, número 40, de la misma ganadería que el otro. Ureña principia su faena sin probaturas con una tanda de redondos de un gran encaje y profundidad, a la que sigue una segunda en el mismo registro con un monumental derechazo. El matador va desgranando su faena siempre atento a la colocación en cada muletazo, a la ligazón entre los pases, pero también en el compromiso del torero de “caer hacia adelante”, de no ceder la posición, como hacen todos, sino de torear invadiendo el natural terreno del toro, que es la única manera de que nazca la hondura. A esas horas la Plaza tenía más de piscina que de Plaza de Toros y cuando el matador se pasa la muleta a la mano izquierda saca una serie corta y encajada de naturales llevando al toro toreado, mandando en la embestida, gobernando la fuerza del bruto. El remate son un puñado de trincherillas para traer el toro a las rayas y -¿por qué, Ureña- un amago de ese deprimente, antiestético y pueblerino pase invertido. Luego, como en su primero, un pinchazo y una estocada rinconera perdiendo la muleta.

Todo lo que anteayer era cálculo y frialdad en los tres novilleretes del millón de dólares hoy ha sido pasión, corazón y verdad en la actitud de Paco Ureña que ha dejado puesta sobre los charcos de Las Ventas la incuestionable verdad del toreo de verdad. Ahora surge la pregunta: ¿muchos de los que hoy han aplaudido a Ureña lo habrán hecho de manera consciente, sabiendo qué es lo que el torero ha puesto en juego en esta tarde y la complejidad de su proposición? Mucho me temo que no.

A Ureña le pierden esas llantinas que se echa. Un tío que ha toreado con esas formas clásicas, con esa naturalidad, con ese desgarro no puede ponerse a hacer pucheros y a poner los brazos en cruz como un rumano en un semáforo. Esas cosas antes las cuidaban mucho los apoderados. Los que hemos visto sucumbir a tantos toreros a manos de la Casa Chopera echamos de menos que alguien del corte de un Luis Álvarez estuviese cerca del matador, porque lo que Ureña necesita cerca es un apoderado a la antigua, de los que servían para mejorar a los toreros.

La tarde tuvo además otro torero con todas las letras: Iván García hizo una brega perfecta al segundo y puso dos buenos pares sobre el barro con torería y ganas de agradar.


La FIT hasta en la sopa

 Solos ante el peligro

La afición culta

 Plomazo

 May you stay forever young

Él era un muchacho plástico de esos que veo por ahí


 Escribano

 Tercio de varas

 Iván García, un gran peón

 Iván Fandiño

 Sobre el tendido llueve y llueve

 La monta de Chicharito

Piscina