Abc
La propina, o extra para beber (“trinkgeld” en alemán, “pourboire” en francés), ¿humilla a quien la da o a quien la recibe? En el fondo, ése es el fondo de la carta de Rajoy a Juncker.
Si nos hacen pagar lo que debemos, ¿qué beberán nuestros pensionistas, con lo que les quede de pensión?
Eso me pregunto yo en los toros, aprovechando el muermo ferial de San Isidro, donde nadie, salvo el murciano Ureña, ha sido capaz de echar la pata “alante”, con lo que la diversión (aparte un Quasimodo que, al amparo de su estatuto, llama “subnormal” a quien en la andanada no pida orejas) se reduce a observar la picaresca del tiro de mulillas en el arrastre.
En los toros, la oreja es la unidad popular del gusto, y la masa, siempre “en virginidad de cultura estética”, la pide porque lo considera su derecho. Los mulilleros no han leído a Freud, pero saben que la intolerancia de las masas se manifiesta más intensamente frente a las pequeñas diferencias (conceder una oreja en los toros) que ante las fundamentales (flamear de banderas sediciosas en el fútbol).
En las tardes irrelevantes, cuatro gatos sacan el pañuelo para pedir la oreja: es la señal que esperan los mulilleros para salir al ruedo, en vez de al trote, al paso, y, con el pretexto de quitarle una legaña a la mula, pararse, y así dar tiempo a que la resistencia del presidente en el palco “provoque” la solidaridad de la masa con los cuatro gatos, y que la plaza, con los pañuelos blancos, se convierta en un cazo de leche hirviendo, haciendo que el presidente (presionado, además, por un asesor artístico que en Las Ventas suele ser un ex banderillero famoso por sus pares a sobaquillo) asome el suyo en señal de rendición.
En Madrid, donde los críticos (y los turistas) gritan “¡hala!” si los piperos gritan “¡ole!”, casi todas las puertas grandes que nadie recuerda son debidas a la picaresca del tiro de mulillas, símbolo de esta socialdemocracia española al paso, con parón y oreja para ir tirando.