lunes, 12 de febrero de 2024

Revueltas de campesinos. Wolfaria


Martín Lutero


Martín-Miguel Rubio Esteban

Doctor en Filología Clásica


Desde Maximiliano I (1493-1519) las revueltas de campesinos en Alemania sacudieron la conciencia de toda Europa, y aunque ahogadas en sangre y en servidumbre, crearon un espíritu de fraternidad entre todos los ciudadanos alemanes que aún percibimos en la fiestas de mayo en todas las ciudades. Hoy, gracias al Artículo 8 de la Grundgesetz o Constitución de Alemania, ni Borrell, la imagen espiritual de Dorian Gray, ni la Srta. Rottenmeier, han podido masacrar a los rebeldes de la Agenda 20 30. A partir de 1476 en adelante hacen su aparición, con creciente intensidad, estas sediciones de labradores, principalmente en Franconia y en Suabia; sentían los campesinos como enardecidos sus anhelos de una reforma social, fomentados por sus fervores religiosos. Elevaban sus ojos al Emperador, como defensor de sus derechos, que estaban desapareciendo en aquella refundición de la soberanía territorial, campo de Agramante entre los príncipes alemanes y el Emperador. El programa mejor pensado de reformas sociales, Los Quince Confederados, de un monje franciscano del sur de Alemania, Johann Eberlin von Grünzburg, se publicó con una dedicatoria a Carlos V (1521), nieto de Maximiliano. Convencido Eberlin von Grünzburg de que la libertad evangélica, predicada por su admirado Martín Lutero, implicaba la liberación social, imaginó un país ficticio, Wolfaria, donde imperaba la justicia social y los necesitados recibían ayuda. Era la primera Utopía de los protestantes, que obviamente tiene claras influencias de la utopía católica de Santo Tomás Moro, al que veneró mucho San José María Escrivá de Balaguer, y con toda razón. En Los Quince Confederados quince personajes de diversos estratos sociales –nos recuerdan mucho el precioso costumbrismo de Erasmo en sus Coloquios– explican desde su muy distinta posición social por qué apoyan a Lutero, y Wolfaria se levanta como un paraíso protestante de labradores de comunismo inocente, de ese comunismo ingenuo que no ha tenido la experiencia del comunismo real. Johann Eberlin Günzburg vio en la revolución luterana un pretexto para crear un nuevo orden social, fundamentado en los anhelos de los campesinos alemanes, imposible de cumplir de todo punto mientras sean pilotados por Borrell y la Srta. Rottenmeier. Atacó también el monaquismo, y según la experiencia vital de Eberlin los sacerdotes solían ser avaros, altaneros, lujuriosos, adúlteros, impíos, gorrones, glotones, pendencieros y envidiosos. Sin duda muchos lo han sido. En 1524 estalló la Gran Guerra de los Campesinos en Suabia, e, inmediatamente, se propagó por todo el Sur de Alemania, por el centro y por el Oeste. Luchaban bajo las banderas de los ideales más nobles e inocentes, artesanos, mineros, caballeros e, incluso, algunas ciudades imperiales y uno o dos príncipes de los más insignificantes. A las pocas semanas, aquellos tumultos eran ahogados en sangre, siendo sujetos los campesinos a una condición de vida inferior en mucho a la que antes tuvieran; aquellos orgullosos labradores, dueños de sus tierras desde hacía mucho tiempo, se veían reducidos a la condición virtual, y en muchos sitios legal, de esclavos. Hasta los príncipes protestantes unieron sus fuerzas con los príncipes católicos para defenderse mutuamente de aquel peligro común del idealismo social y religioso que representaba la santa Wolfaria. Este idealismo, a priori inocente y justo, se extendió desde los Países Bajos a los Estados de Westfalia, apoderándose incluso de Münster, donde llevaron a la práctica sus cándidas teorías comunistas de los cristianos primitivos. Pero los príncipes alemanes aplastaron en seguida no sólo la herejía anabaptista, sino también aquella utopía política de raíz luterana sin Lutero, al apoderarse de la ciudad, después de una fuerte resistencia del primer idealismo social alemán. El catecismo verde, más inquisidor que el rojo de Mao, dentro del Calepino de la Agenda 2030, es un cinturón de castidad mutilador de Wolfaria que acabará con la agricultura, la ganadería y la pesca en Europa. El suicidio continental es un nuevo tipo de exhibición sectaria y socialdemócrata de la agonía cultural. Los pueblos se lanzan al abismo cuando la conciencia de los políticos está asqueada de sí misma. Durante demasiados años nuestros labradores han estado narcotizados con la PAC de la UE, sembrando en sus campos ya no trigo ni remolacha, sino formularios de subvenciones europeas. De nuestros campos ya salen más hojas de papel de solicitudes al Imperio Europeo e impresos de seguros que productos agrícolas. Los oligopolios agroalimentarios –algunos incluso de capital extraeuropeo– les imponen un precio ridículo a sus productos; la uva se vende al mismo precio que en 1995, y la importación de productos de otros continentes que no se atienen al catecismo de pitiminí de los verdes hacen imposible la competencia. Que no vaya de buena la Srta. Rottenmeier con los labradores, que ella no es nadie. Los labradores, como todos los demás ciudadanos, pagan sus múltiples y diversos impuestos, lo que les supone ser también receptores de derechos, como todos los demás. La derecha europea siempre ha tenido una vinculación muy estrecha con el campo, nuestras raíces políticas son campesinistas, en cuanto que vemos en el campo el mejor receptáculo de las virtudes patrias. Llama la atención que ni en la misma Alemania se recuerden los grandes discursos campesinitas de Franz von Papen. Pobre Europa estúpida y acomplejada. “El buen barbecho aparta los maleficios y calma el llanto de los niños”, afirmaba el divino poeta beocio. La gemebunda golondrina ya se lanza a la luz. Los campos ya huelen a intensa vida fresca y es el momento propicio de podar las viñas. Y cuando Orión y Sirio hayan alcanzado la mitad del Cielo, y la Aurora de dedos sonrosados pueda ver a Arturo, entonces hay que llevar a la bodega las uvas. Exponerlas al sol durante diez días, sin tocarlas por la noche. Luego, poner todos los racimos en la sombra por espacio de cinco días y cinco noches más; y, al sexto día, encerrar en las tinajas tan preciados dones de Dionisos, pletóricos de alegría. Que no os narcoticen con su vino malo de garrafón las cúpulas pervertidas de los sindicatos agrícolas, que viven y engordan del presupuesto vampiresco, como los demás políticos. Ellas son vuestros peores enemigos, los que os apuñalan por la espalda. Cortad carreteras y puentes, bloquead puertos y vías férreas. De vuestra acción nacerá Wolfaria. Porque creemos en Wolfaria.


[El Imparcial]