domingo, 4 de febrero de 2024

A cien años de la muerte de Lenin




Martín-Miguel Ruibio Esteban

Doctor en Filología Clásica


El domingo pasado, 21 de enero, se cumplieron cien años de la muerte en Gorki de Vladímir Ilich Uliánov, esto es, Lenin, y algunos medios se hicieron eco del aniversario con artículos de fondo sobre este transcendental personaje histórico, y es por ello que vamos a aportar aquí, humildemente, nuestras ideas sobre aquel personaje superdotado. Aunque el exilio le había brindado la oportunidad de occidentalizarse, sobre todo en Londres y en Zürich, en donde conoció, entre otras cosas, el Café Voltaire, cuna del dadaísmo, nombre de la cantante Dada, musa de Hugo Ball, Huelsenbeck, Tzara, Arp y Janco, todos ellos corazón del dadaísmo, hay un fondo asiático despiadado en el corazón de Lenin que hace que todo lo vea como un bárbaro de la estepa y lo “asianice”. Es así que el leninismo político es un marxismo asianista. A diferencia de Pedro I el Grande, al que, sin embargo, Lenin tendrá como referente, no hay nada occidentalista en Vladímir, salvo la valoración de la electricidad. El hermano mayor de Lenin, Alejandro, un terrorista de los narodniki, había sido condenado a muerte y ejecutado, acusado de conspirar contra la vida de Czar Alejandro III, y aunque Lenin rechazó en uno de sus primeros escritos (“Las características del romanticismo económico, Sismondi y nuestros sismondistas nacionales” ( 1897 )), la táctica terrorista, no fue así en el fondo, sino sólo en las formas oportunistas. La lucha por la revolución rusa le absorbió totalmente, y asimiló ansioso todo lo que pudiera servirle para prepararla, como, por ejemplo, los escritos de San Ignacio de Loyola (“Los Ejercicios Espirituales”) y los del general Clausewitz sobre la guerra, útiles más tarde todos ellos para la guerra santa por la que ardía su corazón salvaje. Consideraba ridículos a los camaradas que manifestaban escrúpulos morales o hablaban de honor. Trotski, cuyo cerebro estaba a la altura de Lenin, sólo que más europeizado, escribe en su autobiografía que la frecuencia de las expresiones “irreconciliable” y “despiadadamente” en el léxico de Lenin no es casual. Carecía de sensibilidad para apreciar las grandes instituciones occidentales, así como sus expresiones culturales más emblemáticas; todo lo veía “erróneamente” como puro producto de la clase dominante. En su opúsculo “¿Qué hacer?” –cuyo título está tomado de una novela de Chernychevski, Lenin se había declarado partidario de la centralización y dirección autoritaria del partido por un grupo de combate de intelectuales que se dedicarán profesionalmente, sacerdotalmente, a la Revolución. Nace así el centralismo democrático que ha sido incluso imitado por los partidos liberales y de derechas: en realidad hoy todos los partidos políticos en España tienen una organización típicamente leninista. Él pensaba que una organización democrática del partido y la afición patológica de los rusos a la discusión, que se manifestaría sin trabas en tal organización, comprometerían el éxito de la lucha revolucionaria; consecuentemente Lenin exigió la subordinación total de los comités locales al comité central, empíreo totalitario de donde emanaba la verdad suprema. En esta cuestión de organización del partido la mayoría de los delegados del Congreso de Londres votó a favor de la propuesta hiperjerárquica de Lenin, y de esa denominación proceden las denominaciones de “bolcheviques” (mayoritarios) y “mencheviques” (minoritarios). Los mencheviques, demócratas y liberales, con el viejo camarada de Lenin de la época de Petrogrado, Martov, en cabeza, se irritaron contra esa idea y contra la actitud dictatorial de Lenin. Según los mencheviques, más cercanos a las actitudes de Marx y Engels, el partido debía ser una amplia asociación proletaria que buscara políticamente el favor de la opinión pública y en la que todos los hombres de análogas ideas o menos simpatizantes con ellas pudieran reunirse y hablar entre ellos. Los principios y las mociones expuestas por Lenin tendían, según los mencheviques, a hacer del proletariado un mero instrumentos de comparsa en manos de infalibles jacobinos. Plejanov dijo de su incómodo rival: “De esta pasta se hacen los Robespierres”. Karl Kautsky habló de “socialismo asiático” a propósito de Lenin, y Rosa Luxemburg le acusó de “blanquismo” por su actitud conspiratoria e insurreccional ya condenada por Marx. El joven Trotsky, que quedó entre los mencheviques, advirtió en 1904, con agudeza y previsión, a los bolcheviques: “La organización del partido desplazará al partido, el comité central ocupará el lugar de la organización y, finalmente, el comité central mismo tendrá que abandonar el campo al dictador”. Tenía razón y eso fue lo que pasó. Me llama la atención que muchos de los partidos que demonizan a Lenin hoy, y antes, no son conscientes de que su propia organización responde a los estándares ideados por Lenin. El fariseísmo es una constante en la especie humana. Lenin, junto a Mussolini, está calificado por Curzio Malaparte, amigo de Ciano, como “catilinario”. Los catilinarios adoran el Estado como instrumento que permite imponer una mundivisión, todos son estadólatras, y enemigos acérrimos de la libertad del particular. Para ellos un hombre libre es una insurrección contra el Estado. Porque lo que es propio del hombre extrañamente libre no es vivir en libertad, sino libre en una prisión. “Allí donde hay libertad, no hay Estado” afirmaba Lenin, y quizás tuviese razón. El fascismo y el nazismo bebieron en la estadolatría leninista. Las circunstancias favorables a una Revolución no dependen de las circunstancias favorables del país (ni en Francia ni en Rusia) y no son necesariamente de índole política o social. La Revolución Rusa fue un asalto al poder llevado a cabo por terroristas profesionales muy bien entrenados y con la disciplina de hierro de su partido. Y para seguir en el poder después de que los rusos en las elecciones hubieran dicho a los bolcheviques que no los querían, Lenin tuvo que alterar algunos de los principios fundamentales del marxismo. Esto es lo que reconoció Zinoviev cuando escribió: “El verdadero Marx es ya imposible sin Lenin”. En realidad, la llamada Revolución Rusa no fue otra cosa que un golpe de Estado contra el gobierno democrático de Kerenski, quien había parado en julio el levantamiento de obreros y desertores, y en el mes de agosto, había sofocado la aventura reaccionaria de Kornilov y sus cosacos, que intentaron barrer las conquistas democráticas de la Revolución de febrero. Sólo Kamenev y Zinoviev se opusieron al golpe de Estado, perfectamente pilotado por Antonov Ovseenko y León Trotsky: “Un partido marxista no puede reducir la insurrección a una conspiración militar. Esa táctica es puro blanquismo”. Lenin fue el saqueador de una libertad recién nacida que defendían valientes mujeres en el Palacio de Invierno. Mientras, en el barrio de Wiborg se agazapaba Lenin, pálido y febril bajo su peluca, que le daba cierto aspecto de actor de provincias. En aquel hombre sin barba, de pelo postizo muy pegado a la frente, nadie podría reconocer al terrible Lenin –esa “Osa Mayor” que cantaría Lorca que haría temblar a Rusia de miedo y espanto. El olor a sangre obsesionaba sus noches, y solía dormirse leyendo en la cama una vieja gramática de lengua inglesa. Es ese Lenin amigo de la gramática la única cara del poliedro Lenin que me resulta simpático. Muchos, en nuestra primera juventud, tuvimos nuestro corazón enterrado en la Plaza Roja, junto a ese nuevo Mausoleo de Halicarnaso que es la Tumba de Lenin, tan fastuosa como la de Napoleón, pero el conocimiento posterior de los crímenes bolcheviques, el permanente y ubicuo fracaso económico del socialismo, el amor a la libertad –el único deseo político decente– y nuestra propia madurez, nos han hecho desenterrarlo y vivir sin guías mortales, que es el destino del hombre sobre la tierra.


[El Imparcial]