lunes, 28 de octubre de 2019

Enterrar a los muertos

Un vergobreto de los eburones

  
Martín-Miguel Rubio Esteban
 
El Libro de Tobías nos enseña con el ejemplo la obra de misericordia de enterrar a los muertos que, además de obra de misericordia para cualquier buen judeocristiano, supone un deber humano de justicia elemental. Siempre ha sido propio de los tiranos o no enterar o desenterrar a los enemigos, transgrediendo con ello las leyes no escritas ( “nómoi agraptoi” ) que Sófocles defendió de modo sublime e imperecedero en su Antígona. Creonte, el también trágico antagonista de Antígona, llega al poder, como tantos otros tiranos o vergobretos, por carambola, inesperadamente, y no estaba nada preparado para ello. Sus intervenciones son siempre desafortunadas, y choca violentamente con todos con quienes habla, Antígona, Hemón, Tiresias, Eurídice. Creonte, como todos los tiranuelos mediocres, halla en el poder la oportunidad de dar brillo a su eterna obscuridad, tomando por ello medidas más espectaculares que sensatas, como ésta de prohibir bárbaramente el enterramiento de su enemigo Polinices, contraviniendo así un principio no escrito de carácter divino: el poder político tiene como ámbito de su ejercicio el mundo de la vida, el mundo de acá, lo cismundano, y le está vedado hollar el mundo del más allá, gobernado por otras leyes, bajo las que todos los muertos se someten. Hollar el mundo de los muertos es una barbarie precivilizatoria, y el vergobreto español, Pedro Sánchez, lo acaba de hacer como un nuevo Creonte, un Creonte mediocre, en realidad un Creontillo, que incluso carece del aura trágica del personaje griego. Porque no se puede castigar a un muerto, y es el colmo de la cobardía moral.

Centenares de artículos reprobatorios se han escrito ya sobre la exhumación del dictador español Francisco Franco, enterrado hace cuarenta y cuatro años, y quizás no digamos aquí ideas muy novedosas, pero la acción del Gobierno es tan nauseabunda y morbosamente prejuiciosa que no quedará jamás exhausto el sano argumentario crítico.

El conservador Sófocles nos puso en guardia hace veinticinco siglos de la omnipotencia que se podía arrogar el Estado, esa monstruo frío que Nietzsche creía sustituiría a Dios, incluso un Estado como el ateniense, que descansaba teóricamente en la voluntad de los ciudadanos reunidos en la Ekklêsía. Efectivamente ateniense, porque aunque esta tragedia se desarrolla en la Tebas del período micénico, Sófocles está realmente pensando en Atenas y ve a Pericles como un trasunto de Creonte. Y es que el gran Pericles prefiguraba el futuro poder sin límites del Estado, y aunque nunca desenterró a nadie ni impidió enterrar a nadie, colaboró en que lo público comenzase a conculcar en algunas ocasiones el ámbito privado o doméstico. Su hijo sufrió el castigo que se merecen los Creontes, cuando abandonó los cadáveres tras la infausta batalla de las Arginusas flotando en el mar. No cumplir con los deberes elementales que exigen los muertos trae siempre infortunio y desgracias a la comunidad, y el joven Pericles, hijo del gran Pericles y de Aspasia, fue ejecutado junto a sus otros compañeros generales. El gobierno democrático debe estar presidido siempre por la racionalidad y la moderación, manteniéndose a salvo del sentimiento del odio y del prejuicio, por populares que sean, que pueden teñir su ejecutoria de irracionalidad y desenfreno, como puede ser desenterrar a los muertos y obligar a los familiares a enterrar en donde el poder del Estado mande. A falta de hazañas gubernamentales en ninguno de los ámbitos de la acción política, ni en la esfera internacional, ni en economía, ni en hacer frente a las catástrofes naturales, ni en educación, ni en cohesión nacional, ni en orden público, ni en bienestar social, Pedro Sánchez tiene la hazaña gloriosa y aguerrida de vencer a un muerto, y corona su esforzada y valerosa victoria con su desentierro. Suárez no lo hizo, Calvo Sotelo tampoco, tampoco lo hizo Felipe González, quizás el mejor presidente español del siglo XX -a pesar de ser socialista-, y tampoco lo hicieron ni Aznar, ni Zapatero, ni Rajoy, sólo tuvo redaños el caudillo Pedro Sánchez para sacar de su fosa al caudillo Francisco Franco. Con razón el buen rey Alfonso X el Sabio veía un gran misterio en el número siete.

Quien desentierra hoy a Franco, ayer pactó con los herederos legítimos del terrorismo más cruento de Europa sin necesitar tomar un Pépticum. No tiene autoridad moral para desenterrar a un dictador. Quizás los anteriores presidentes –que no lo hicieron– sí. No se vence nunca a los muertos que te vencieron en vida, del mismo modo que el niño que murió a los diez años, siempre tendrá diez años. La historia se hace entre los vivos y sólo se puede luchar con los vivos. Rencoroso poder el de la impotencia.

Para nada quiero mencionar aquí a los jueces y a la Jerarquía de la Iglesia española que, de repente, parecen haber olvidado muy oportunamente las fuentes del Derecho y la antropología cristiana de la muerte, así como el propio magisterio de la Iglesia. La verdad es que es vomitivo.

La muerte es el fin de la vida. La muerte nos enseña que la Historia es irrepetible, y que vengarse de un muerto es una superchería salvaje, y como mínimo una carencia de estilo. Karl Rahner consideraba la muerte como el final de la historia personal de la libertad. Sin libertad, Franco ya no es culpable de nada; la muerte lo ha sumergido ónticamente en la nada. No tiene sentido pensar que la historia corpórea de la libertad continúa más allá de una muerte concebida como fin de la corporeidad histórica del hombre. Los muertos son sagrados porque pertenecen a Jesucristo y es el hombre en su totalidad quien en la muerte se presenta ante Dios y permanece en su presencia. Ecclesia magistra dixit!

Pedro Sánchez pasará a la Historia como un salvaje, un vergobreto de los eburones, alentado por jueces ignorantes y obispos infames. Una página negra más de la Justicia, la Iglesia y la Política. Y digo todo ello como demócrata liberal y, por ende, como antifranquista cerrado.