viernes, 28 de noviembre de 2014

Beceñadas


Puerta del aprisco

Francisco Javier Gómez Izquierdo

         En mi pueblo llamábamos beceñada, que es palabra correctísima, al rebaño de cabras. El tío Pinche se subía a las ocho de la tarde al campanario, tiraba tres veces del badajo y voceaba desde la torre, primero hacia el barrio de la Solana y luego al de las eras de San Roque, el encuentro cabruno del día siguiente: “a los Allegares”  “al río” “a las eras de Santa Eugenia”, etc. . Los chicos, habilitados desde los cinco años,  sacábamos nuestras cabras, en mi caso tres, y las acercábamos a la beceñada al salir el sol donde el tío Pinche había decidido.
     
La boyada salía por las tardes. La boyada era el rebaño de vacas, por lo general dos por cada casa. Yuntas que araban, acarreaban, trillaban y bajaban con mucho trabajo y maña de mis paisanos, todos carreteros, la leña del monte. Cuando no había necesidad de sus servicios se sacaban a la boyada para que a turnos, cada día una casa, pastoreara en las dehesas.
       
Al tío Pinche, dedicado exclusivamente a las cabras, el Ayuntamiento le pagaba el jornal. Ni el alcalde, ni los concejales tenían paga y todas las necesidades del pueblo se solucionaban con aportación personal y maquinaria y materiales de la Diputación.

       En 1975 ardió el edificio que era Ayuntamiento, escuela y salón, y en menos de un año lo levantamos entre todos. Sobrábamos peones, pero todos estuvimos a una con nuestro alcalde, un hombre al que le costaba dinero el serlo. Hasta aquel entonces, cateto y educado en el respeto a los padres, mayores y autoridades, creía que los alcaldes y concejales eran elegidos entre los más sabios y honestos de la tribu.

      Entré en el mundo y... hasta hoy. La furiosa exigencia y las hipócritas poses de los jóvenes del siglo  educados y convencidos de tener derecho al dinero ajeno por ser de la estirpe de los buenos, la charlatanería de mozuelos insensatos a los que han hecho profesores para mamar toda la vida en las ubres del Estado, la facilidad con la que llegan a decidir sobre la miseria del prójimo, y en fin... todo lo que me parece ver sin necesidad de candil, me hace recordar aquellos bucólicos días en los que me daba miedo ir a recoger las cabras al anochecer por si aparecía el lobo tras cualquier matojo y  en los que pensaba que la felicidad  no aceptaba boyadas ni beceñadas.