Ignacio Ruiz Quintano
Abc
En su “América, Sociedad Anónima” dice Gabriel Halevi que lo primero que hizo Ronald Reagan nada más nombrar a Edward Meese secretario de Justicia fue contarle un chiste de abogados:
–¿Sabes por qué se emplean abogados en vez de ratones para la experimentación en laboratorio? Por tres motivos: porque hay muchos abogados, casi tantos como ratones; porque es imposible que un científico se encariñe con ellos; y, el más importante, porque hay cosas que los ratones se niegan a hacer.
Era la forma de desplegar su carisma que tenía Reagan. ¿Se imaginan a Rajoy desplegando el suyo en la toma de posesión de Rafael Catalá con el chiste de Tom Hanks en “Philadelphia”?
Ocurre que desde Tocqueville los abogados juegan en América el papel de la nobleza en Europa, mientras que en España, con la nobleza dedicada a las artes (Siruela) o al fútbol (Del Bosque), los abogados constituyen la única “force de frappe” contra los decisionistas periféricos.
En Madrid se cree que sólo con hacerle ver a Mas que tendrá que hacerse cargo de las minutas el caso de la consulta está ganado, aunque también hay gente en Madrid que cree que Boyer fue un sabio.
Un decisionista es un caudillejo (herencia árabe), o sea, el hombre que está más allá de la ley (crea la ley), atado a su paisaje (nacionalismo aislante) y muy celoso de cualquier disminución de su autoridad.
Popper, que llegó racionalmente a la conclusión de que el liderazgo político es una estupidez, estaba enamorado de “una cosa muy bonita y muy simple” que en una ocasión dijo el inglés H. G. Wells:
–Grown men do not need leaders.
Las personas adultas no necesitan caudillos.
A Popper se le recuerda por el atizador con que lo amenazó Wittgenstein y por su teoría de los tres mundos, ninguno de los cuales, por cierto, explica la infantilización de este mundo nuestro en que los padres aspiran a llevar el pantalón corto de los niños, en vez de aspirar los niños a llevar el pantalón largo de sus padres.