Cepo
Ignacio Ruiz Quinano
Abc
Las explicaciones oficiales a la corrupción son como aquel chiste del período posterior a la Gran Guerra que contaba Hannah Arendt. Al antisemita que dice que los judíos provocaron la guerra le replican: “Sí, los judíos y los ciclistas”. “¿Por qué los ciclistas?”, pregunta aquél. “¿Por qué los judíos?”, le responde el otro.
–Si es que aquí roba toda la peña –me dice el taxista, que lleva el contador tapado con un banderín del Atleti.
Como si la corrupción consistiera en robar.
El robo es el género, y la corrupción, la especie.
El robo es el delito, y la corrupción, el vicio (del sistema, pero vicio).
Volviendo a Arendt, que hablaba de cosas más trágicas:
–Al asimilar el delito y transformarlo en vicio, la sociedad niega toda responsabilidad y establece un mundo de fatalidades que enreda a los hombres.
Ella ve cómo la perversidad humana, aceptada por la sociedad, deja de ser un acto de la voluntad para convertirse en cualidad inherente y psicológica que el hombre no puede rechazar o elegir: le es impuesta desde fuera y le gobierna tan coactivamente como la droga al adicto.
–Ladrón –le digo al taxista, que es como Zapatero y no quiere citas– es el que vende a su madre, y corrupto, el que, pudiendo venderla, la regala.
No lo ve.
Como mañana empieza San Isidro, le digo que el corrupto sería el toro (de lidia, que bien pocos vamos a ver en esta Feria), y el ladrón, el buey: es más fácil pasar de toro a buey que de buey a toro.
–Lo que tienen que hacer todos es devolver el dinero –zanja la discusión.
Mala solución: si devuelven el dinero, otro lo cogerá. Así funciona el sistema. Mejor que obligar a devolverlo sería obligar a gastarlo, para que, al circular, salpique. “El tiburón se baña, pero salpica”, decía un político batistiano en Cuba. Para el contribuyente, que es el pobre, siempre habrá mayor reparación si Juan Lanzas confía su capitalito a los mercados que si Valderas reparte doscientos millones entre oenegés.