Veranero, aquel victorino del Cid en Bilbao...
José Ramón Márquez
Ya le decía yo el otro día a Antonio da Silva, que nos encontramos en la calle de Goya, que ya sé que Ajalvir es la primera, pero que yo de siempre empiezo la temporada en Valdemorillo, principalmente por devoción a San Blas -que es el que se ocupa de la garganta, con lo que uno la usa-, el Santo que en Madrid se venera en la parroquia de San Ginés, donde está enterrado Pepe Hillo; pero también por la remembranza de los amigos serranos que ya no están y que tan bien nos abrigaban para ir a los toros con mantas, termos de café y petacas de coñac cuando los toros en Valdenorillo eran un festejo al aire libre y a nadie se le había ocurrido meterlos dentro de una caja de ecos con la excusa del confort, que a nosotros qué más nos puede dar lo del confort, precisamente ahí, si casi nada en nuestras vidas es confortable.
Este año Valdemorillo está que se sale, como si fuese una Plaza de campanillas, con una de juampedro y otra de Victorino, ¡válgame Dios!, con las ganaderías de las grandes ferias. Será cosa del confort del tejadillo de los ecos, que pide hierros de postín. Precisamente el jueves pasado, almorzando con unos aficionados, rememorábamos aquel toro gigantesco de Tulio en Valdemorillo que arreó tan tremendo cabezazo al burladero que hizo temblar la Plaza entera, que por un momento pareció que el animal, como un Sansón, era capaz de echarla abajo; claro que aquella era una Plaza portátil sin confort ni ná de ná, que en esto de los toros parece que estamos en el cuento de los tres cerditos y cuanto más sólidas hacen las plazas, más cerditos corretean por sus arenas, verbigracia los juampedros que, como dijo el clásico, con su pan se los coman, que ya es cosa de mal fario ir a empezar la temporada con los toros a los que uno tiene más asco.
Será mañana, pues, cuando empiece nuestra temporada, bendecida por los de la A y la corona en la estrafalaria Plaza del Confort, donde los ecos y las reverberaciones sólo te hacen desear que el festejo termine cuanto antes, donde recordaremos aquel día ya tan remoto en que aprendimos cómo cuaja la nieve en el lomo de un toro de lidia.