Jorge Bustos
Lo malo de convocar una marcha minera que parte de las mismas cuencas –les cuenques,
decían ayer– con destino a la capital es que, entre que llegas y se
junta la columna aragonesa, le das tiempo al enemigo gubernamental para
contraprogramarte. Lo que no esperábamos es que Rajoy se
empleara tan a fondo en la consumación de este silogismo: si los
mineros están jodidos, extendamos el malestar a todas las capas sociales
para que no puedan atribuirse el monopolio de la frustración. ¿Quién
puede negar que la manifa carbónica que ayer petó la Castellana quedó
oscurecida no por el tizne de la antracita sino por el nuevo achique
presupuestario que el presidente infligió a funcionarios, concejales,
pensionistas y consumidores en general? La socialización de la jodienda
por poco deja a los mineros sin capacidad de reacción, pero ya tenían
los petardos preparados y no se habían pateado 400 kilómetros por gusto.
Como sentenció el compadre de clan de William Wallace cuando este picó espuelas hacia el frente inglés para provocar una pelea: “Bueno, no nos hemos pintado así para nada”.
El aquelarre minero estuvo a la altura de su tradición y abigarró a
su paso una rica iconografía izquierdista que ahora desgranaremos y
donde sólo echamos en falta fotografías de convictos del comando Madrid y un mechón níveo de Baltasar Garzón izado a lo alto de una pica.
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