De todas las ferias desaforadas que, como ciertas mujeres escandalosas por nuestra vida, se vierten a raudales por el recinto de Ifema, sin duda la de turismo es la que prorrumpe con más ambición, como una sinécdoque ministerial del Fraga imán de suecas. Ayer inauguraron Fitur 2012 Don Felipe y Doña Letizia, pero uno, sabiéndolo, se demoró un poco en casa, recolocando platos en la alacena o alisándole el lomo a la funda nórdica de la cama, por temor a coincidir en la puerta con los Príncipes de Asturias y causar demasiado revuelo, que es algo que repugna a mi natural modesto.
Cuando llegué a aquella Babilonia disparatada, enseguida me di cuenta de que la cosa me iba a superar. Y no tanto por las 12 colas paralelas de periodistas en pos de acreditación o la nutrida representación policial como, sobre todo, por las azafatas. Fitur no es otra cosa que un crisol de azafatas: azafatas de los seis o siete continentes emergidos, pálidas o mulatas, niponas o eslavas o andaluzas, uniformadas o embutidas en el traje regional de Tierra de Fuego, encaramadas a taconazos sin homologación armamentística, perfumadas hasta la narcolepsia, buenísimas todas sin remisión. ¿Por dónde empezar a visitar este cafarnaún étnico y geográfico? Como los baños de sobremesa, pensé que mejor ir poco a poco, gradualmente aclimatando al cuerpo, y me metí en el pabellón de Andalucía, que me sonaba más. Aunque el stand más llamativo no correspondía a ninguna provincia andaluza sino a Melilla, en cuya parcela habían plantificado una playa, con su arenal y su tumbona y su brazo de mar azul donde cuatro chavalas en bikini mojaban el pinrel cuando no postureaban en torno a un maromo ciclado de gimnasio. Lo que se dice el spot elocuente que viene pidiendo el cambio de modelo productivo, oigan.
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