sábado, 13 de noviembre de 2010

Orujo en Liébana

Jenaro

José Ramón Márquez


Este fin de semana en Potes celebran la Fiesta del Orujo. Ya va por dieciocho ediciones, y este año es la diecinueve. Yo creo que la más famosa de todas las ediciones que se han hecho fue la del 2003, que nombraron Orujero Mayor al cinero Resines. Se tomó tan a pecho su papel el hombre que ingirió suficiente cantidad de tan preciado y alcohólico néctar como para envalentonarse y salir poco menos que a bofetadas con los organizadores y con las autoridades locales, que ya se sabe que el alcohol espanta los demonios que llevamos dentro. Propusieron algunos incluso revocar el nombramiento. Al final no pasó nada, como puede suponerse.

Ahora la fiesta ya aspira a ser declarada de Interés Nacional, es decir que debe pasar de Interior a Cultura, dicho en la terminología al uso, para que las sanas cogorzas que tan delicado líquido pueda provocar sean catalogadas como hecho artístico o performance, más que como alteración del orden público o como agresión a los conceptos de ritmo y melodía, y eso que ya nadie canta lo de “Asturias, patria querida...”, desde que la canción favorita de los borrachos fue elevada a categoría de himno autonómico.


Coterón

Estos días atrás andaba loco José María, el de Ojedo, en su destilería de El Marrubio haciendo orujo, que me parece que está empeñado en llevarse este año el premio de la alquitara de oro; así que tenía su tienda de ultramarinos abandonada en manos de la cuñada, que se gasta unos humos que para qué. Y luego, hablando de orujo, hay que mencionar a Mariano Mier, de Argüébanes, que como anda en política con el Revilluca pues no debe tener tiempo para presentarse a premios. Bastante premio tiene con la fiebre republicana que le ha dado y que hasta ha puesto un monumentillo a los maquis en la carretera que sube a Bejes, una de las dos patrias gemelas del queso picón. Que conste que el orujo que tengo en casa es siempre de Mariano, de su marca El Coterón, para cuando no hay del que no lleva marca, que es el que a uno más le gusta. Eso lo aprendimos con aquella maravilla furtiva que hacía Peña, que en paz descanse, en el monte, o su prima María Dolores, la de Trillayo, porque yo tengo para mí que el mejor orujo de Liébana es el que hacen en el valle de Bedoya. Aquel era orujo para regalar a los amigos y se hacía sólo del hollejo de las uvas propias, con las que antes habían hecho, pisándolas, aquellos vinos ásperos, ácidos y tánicos, que ya se sabe que las uvas que hacen mal vino, hacen el buen orujo.

El otro día nos acercamos por casa de Felisa, en Esanos, a comprar unas alubias, y al final nos fuimos además con patatas, cebollas moradas y nueces. Luego sube Jenaro de la cuadra, que estaba arreglando a las jatas.

-Jenaro, ¿tienes orujo?

-¡Hombre! Algo queda.

-¿Del mismo de la otra vez?

-No. De ese ya no hay. Pero si quieres, pruebas lo que tengo, a ver qué te parece.

-¡Venga!

Y claro, cuando lo pruebas, lo quieres. Jenaro ni va a concursos ni produce a manta y sólo pone en su alquitara el hollejo propio.

-Bueno, pues véndeme algo de este orujo, que éste sí que es de medalla de oro.

-Es que el orujo yo lo regalo, no lo vendo.

-¡Ah!

-Lo que vendo es la botella.

Y entonces le compramos una botella de anís del mono, que nos rellena con el orujo regalado.

Y cuando salimos, se queja:

-Desde que Felisa ha quitado la lumbre y ha puesto esa cocina eléctrica del diablo, no he vuelto a comer bien.


Botella Jenaro