transformar en vestuarios para nudistas
Nos marchamos de Bilbao, donde no ha logrado uno dormir de un tirón ni una sola noche, y volvemos a casa. Si Morfeo nos esquiva no será por mala conciencia sino sencillamente por el vaivén norteño de las temperaturas y ese ingenio alumbrado por Satanás que denominan aire acondicionado. Si lo apagas, te despiertas cocido en tu propio jugo; si lo enciendes, así sea al mínimo que permite el termostato, te despiertas aterido y con la garganta preparada para hablar euskera.
Pero antes de reincorporarme al vapor del asfalto madrileño pasé el día en la playa de Sopelana, que es la playa del centro mismo de Bilbao. Bilbao, como dicen los bilbaínos, tiene otra playa que es La Concha de San Sebastián: la playa de la periferia de Bilbao, como si dijéramos. Sopelana es una anchísima franja de arena fina limitada por acantilados de roca que le confieren un aspecto salvaje. Pero hay otros dos factores que asilvestran Sopelana: los surfistas y los nudistas. El surfista es el buen salvaje de las costas mundiales, con su melena esmerada y su moreno recalcitrante, y se diría que sólo se sustenta de los peces que caza a mano entre ola y ola desde su tabla. Sin embargo, la mayoría de estos surfistas se antojan exponentes de un salvajismo de pega, impostado, algo como el catalanismo de Montilla. Sería desalentador comprobar que el interior de aquel rousseauniano en neopreno que bracea al sol esconde el alma de un gerente de la Kutxa enchufado por el PNV.
Luego están los nudistas, sobre los que vamos a decir la verdad de una vez. Aunque ellos esgriman el argumento de "lo natural", lo cierto, señores, es que lo verdaderamente natural es vestirse. En pelotas van los pobres, los salvajes y las gentes de progreso engañadas por esta nueva ola del naturalismo, que se apresuran a vestirse en cuanto salen de la playa. Si fueran consecuentes irían en pelotas por el metro. Por otro lado, no hay nada de lujurioso en una playa nudista. La decepción del adolescente hormonado que se acerque a espiar adquirirá rango de trauma. El 99% del colectivo nudista lo constituyen gordos con el bolo colgandero y sus grávidas chorbas. El espectáculo suscita una repulsión inenarrable. Las tías buenas saben perfectamente que su desnudo está demasiado cotizado como para irlo regalando por ahí a cuatro pajilleros.
En fin. Me muero de curiosidad por ver qué nuevas zanjas habrá abierto Gallardón en mi ausencia. Qué maceteros galácticos habrá diseñado Siza. Qué botines marcan la moda sojuzgando la calle Serrano con sus pisadas. Y qué aspecto enérgico o asténico ofrecerán jefes, compañeros y el camarero que nos va a servir las cervezas tras la jornada de hoy.
(La Gaceta)