viernes, 24 de septiembre de 2010

El juego de Peter Gabriel



José Ramón Márquez

Ayer en Madrid Peter Gabriel ofreció una extraña actuación. Nada que ver con el ‘rock’ al uso o como diablos lo llamen ahora a esto, que por más que oigo a los pelmas de Radio 3, la patria del rollo ‘indie’, donde los locutores te cuentan hasta cómo se llamaba la abuela del que tocaba la batería, yo es que no sé que nombre ponerle a estas músicas, que antes era más fácil. Eso por un lado, y por otro, que tampoco me gustó nunca lo de ‘concierto’, que eso siempre es más serio, como de la novena de Mahler; pero creo que el encuentro de formas musicales que vimos en el Palacio de los Deportes bien merecería ese nombre, que le va bien para calificar una propuesta tan inclasificable, creativa y heterodoxa.
En 1975, hace tanto tiempo que ya casi no recuerdo si fui yo mismo quien lo viví o es que alguien me lo ha contado, en el Pabellón de Deportes del Real Madrid, que estaba en el sitio donde hoy se levantan las cuatro ‘columnas de cieno’ más allá de la Plaza de Castilla, hubo otra extraña actuación del mismo hombre. Treinta y cinco años de diferencia entre las dos veces que he visto a Peter Gabriel e idéntico estupor a la salida, porque el espectáculo que ofrece este hombre no es la típica cosa al uso que demanda mecheros encendidos y bracitos al aire; es un espectáculo visual y de sonido casi más emparentado con el teatro o el happening que con el ‘circo del rock’. En cualquier caso esto no es música de consumo, esto demanda esfuerzo por parte del espectador, lo cual es bastante de agradecer.
En la primera parte de su actuación, Peter Gabriel propone un viaje tenebroso a canciones de otros interpretadas de forma tan sobria y tan íntima que parece que las está cantando para él mismo en total soledad. A veces le acompaña un piano Steinway de gran cola y otras suena junto a su voz la potente New Blood Orchestra. Canta por David Bowie, por Neil Young, por Randy Newman, por Paul Simon, por Radiohead. No hace versiones, sino que reinventa los temas dándoles una nueva forma que poco conserva de los originales. Y luego continúa su viaje, ahora por su propia historia, por sus propias canciones y entonces la música es un vértigo a todo sonido. Con la orquesta a pleno pulmón rehace también sus propios temas, los recompone y los vuelve a dibujar presentándolos como nuevos, fuertes, potentes, fortísimos a veces. Luego ofrece un solo respiro a su público: Solsbury hill, un guiño. La gente se levanta y mueve los bracitos, Gabriel sonríe. Es un juego. Como en el 75.