martes, 7 de septiembre de 2010

Balance de un viaje estival por España

M. Alfageme, hada madrina
del viejo periodismo

La aventura toca a su fin, señores. Será ésta la última contraportada que uno firme este verano. En la hora del adiós los cánones mandan hacer balance, y uno es un amante de los cánones, desde el Praxíteles hasta el de Harold Bloom. Es una lástima que Zapatero no sea un hombre canónico, porque de lo contrario hace tiempo que habría rendido el enteco balance de su ejecutoria y que andaría oculto tras la mesa de comercial del concesionario de Seat en León.

¿Lo mejor de dos meses recorriendo España y contando lo que uno veía, con el máximo grado de subjetividad posible? Veamos. Recuerdo el desafío carnavalesco a toda noción de autoridad que presidió varias noches sanfermineras. Retengo las horas de conducción solitaria -en un coche de alquiler dominado por la música de Springsteen- a lo largo de la autovía del Mediterráneo, a la búsqueda del próximo municipio valenciano donde dejarme caer para llevarles mis insignificantes impresiones. Revivo la exactitud con que las descripciones leídas a Pla de su Ampurdán natal cuadraban sobre ese paisaje mítico recorrido por el lector casi un siglo después. Sonrío ante los rostros inteligentes y resignados de los animales de Cabárceno en Santander, y disfruto recreando mentalmente la límpida bahía desde un ferry de recreo. Los días pasados en Palma, de paparazzo o de noctámbulo bien acompañado, me hicieron sentir en más de un aspecto el empleado del mes. Un rayo de sol que no cesaba de cruzar eternamente la fachada catedralicia en la Plaza del Obradoiro. La gracia devastadora con que aquella muchacha de Málaga ponía los brazos en jarras, vestida de gitana. Y una tarde de toros en Bilbao, cuando estreché la mano valiente de El Cid y fui invitado a compartir como uno más la admirada bohemia del viejo periodismo.

Lo peor: poco, casi nada. Sobre todo, la centenaria, desalentadora incapacidad de los españoles para entender la ironía. El sentido del humor –en su actitud más sabia, que es la de quien se ríe de sí mismo- castrado por un pueril y estéril apego al terruño o a la ideología de cada quien. El aldeanismo ridículo y a ratos criminal constatado en Pamplona, en la Costa Brava –donde unos universitarios cercanos a mi toalla se lanzaban este reproche (¡en castellano!): “¡Pareces español!”- o en Bilbao. La soledad que sentí y vertí -se me habría metido algo en el ojo- cuando ganar el Mundial me pilló en ciudad ajena sin nadie conocido al que abrazarme, y entonces llamé para afeárselo a la querida jefa Maite Alfageme. Pero poca cosa, ya ven.

Si uno solo de ustedes sonrió al leerme, ya valió la pena y me doy por bien pagado.

Afectuosamente suyo,

(La Gaceta)