martes, 11 de marzo de 2025

"Tardes de soledad", taurineo callado (Impresiones sobre la gran película de Albert Serra)



José ramón Márquez


Daremos las impresiones de “Tardes de soledad”, la película de Albert Serra, que nadie nos pide. Por terciar en este asunto, ahí van en cuatro trancos.


TRANCO PRIMERO

Cuando, como suelo hacer cada año, me fui a San Sebastián a cenar con Oti Rodríguez Marchante, que lleva ejerciendo de crítico de cine para el ABC desde la época de Buster Keaton, acababan de echar en aquel Festival la película de Serra. 

¿Y ésa de los toros, qué? Le pregunté.

-Bueno, tú ya sabes que yo de toros no tengo ni p… idea, pero la película, cinematográficamente es apabullante. Muy buena.

-¿La darán la Concha de Oro?

-Con ese jurado de progres es dificilísimo que se la den, pero deberían dársela.

Dieron la Concha de Oro a Tardes de Soledad.



Márquez & Oti R. Mrchante

TRANCO SEGUNDO

En la Filmoteca Española, dentro de una cosa absurda relacionada con una exposición titulada «Esperpento, arte popular y revolución estética» realizada en ese innecesario museo llamado Museo Nacional Centro de Arte Reina Sofía, se proyectó “Tardes de Soledad” para los que se enteraron del pase. Pepe Campos estuvo allí y al día siguiente nos relata, sobrecogido, la impresión que le ha producido el filme, su hondura y su calado, su desnuda exposición del rito taurino a despecho de lo “políticamente correcto”.


TRANCO TERCERO

En Palma de Mallorca, en una agradable conversación con aficionados baleares, alguien dice:

-Es que vosotros no os hacéis idea de lo que significa que esta película la haya hecho un tío de Gerona, es que eso es algo alucinante.


TRANCO CUARTO

“Tardes de Soledad” es, probablemente, la mejor película que se ha rodado hasta hoy con el fondo de la tauromaquia. No es un filme descriptivo como las clásicas «Tarde de toros» de Ladislao Vajda o “Torero” de Carlos Velo, grandes películas con la tauromaquia al fondo, no es hagiográfica ni definidora, ni trata de explicar la vida o las circunstancias del torero que se anuncia en los carteles como «Roca Rey», porque el director no está tanto interesado en explicarnos al torero como en arrastrar al espectador a los orígenes del rito táurico, sin preocuparse de lo que la Ilustración y los reglamentos hicieron de él, y centrando su atención de manera constante en el choque entre el hombre vestido de luces y el empuje del animal de variadas capas. Lo que narra esta película ya lo rodaron en Creta, en el Palacio de Cnosos, donde nos dejaron unos frescos como testimonio, y en Clunia, donde quedó reflejado en una estela ibérica en la que una inscripción define al hombre como “el que se enfrenta a los toros”; y más de mil años después eso mismo es lo que en pleno siglo XXI retrata Serra, a quien no le interesa el toreo, tal y como hoy en día se concibe, sino sus componentes más originales. Es por ello que Serra, con su cinta, nos retrotrae a las emociones primigenias, a aquellos chiquillos que fuimos que todo lo ignorábamos de distancias, de terrenos, de colocación, de pases, de estocadas, llevándonos a la sencilla emoción de aquello que nos fascinó de manera esencial: la presencia del hombre (el de Creta, el de Clunia, el corredor de encierros, el «capa» de Ciudad Rodrigo, el de Serra) frente al animal poderoso en cuya embestida se halla el riesgo, el dolor y, acaso, la muerte.

 

Serra plantea en su filme lo más interesante de la simbología taurina, lo que atañe a lo más profundo, lo que nos arrastra a los orígenes y, sin él saberlo, da un capítulo nuevo a los «Ritos y juegos del toro», el espléndido e inconcluso libro de Álvarez de Miranda, que encuentra en «Tardes de soledad» un epílogo contemporáneo muy acertado, porque el filme atiende a lo ancestral, dejando deliberadamente de lado las contemporáneas formas que ha adoptado el toreo, ese decadentismo del «arte», de «parar relojes», de «verónicas de alhelí» y demás cursilerías consustanciales al toreo de la hora presente. Aquí se presenta, de manera harto descarnada, la confrontación del humano y el bóvido, sin echar cuentas de terrenos ni de pases, de estilo ni de personalidad: aquí sólo están el bruto que embiste (y a veces coge) y la muleta manejada por un hombre que trata de frenar esa acometida, y esa relación queda retratada en planos deliberadamente cortos, cercanos, parciales, casi impresionistas en los que hay una amalgama visual que se sustancia en el vigor, el empuje, del animal y en la decisión firme del humano.


No es extraño que este filme haya caído tan mal en los círculos de lo que llamamos «el taurineo», porque las descarnadas imágenes que componen el filme de Albert Serra contrastan de manera poderosísima con la visión de la tauromaquia que se pretende imponer desde, prácticamente, el último siglo. Si eliminamos las loas de los miembros de la cuadrilla a la labor de su patrón, que eso es otro impagable documento que nadie jamás había puesto en solfa con anterioridad, a Serra no le importa el resultado artístico del encuentro, porque lo que le sirve para armar su narración es el desgarro del trato ente el hombre y la bestia, ese toma y daca en el que a veces vence uno y a veces vence el otro, esa confrontación desigual en la que un hombre trata de dominar las fuerzas de la naturaleza sin otra pretensión que la de salir vencedor.


Serra, a diferencia de Goya que se esmera en retratar los feroces caracteres del público que asiste a la corrida, desecha ese elemento que solamente se percibe en el filme como sonido en segundo plano, a veces silbos, a veces loas, a veces palmas, pero el cineasta no está interesado en la presencia de ese feroz componente de la corrida de toros, porque a él le basta la presencia del animal, y eso lo hace de manera espléndida subrayando en muchos momentos la respiración del toro. Eso está presente justamente desde el inicio del filme donde filma a dos toros, uno de ellos podría ser uno de los Toros de Costich, que se hallan en el campo, en la noche, oyéndose de manera persistente su jadeo. Y de igual manera que el realizador no tiene interés alguno en el público, tampoco tiene interés en hurtar a la mirada del espectador la sangre, la del toro y la del torero, sin regodeo alguno, o la muerte tomada de una forma natural, lo cual compone acaso la parte más subversiva de la película.


REMATE

Que alguien haya sido capaz de filmar una película alrededor de la tauromaquia en pleno siglo XXI y que no haya puesto a un torero en pelotas dando mantazos a una becerra a la luz de la luna, en la desdichada imagen que concibió Chaves Nogales a mayor gloria de Juan Belmonte es, en sí mismo, un pecado de leso taurinismo que cualquier opinador de la cosa táurica que se precie no va a pasar por alto. El filme será más combatido, sin  duda alguna, desde las filas del mundo taurino que desde el antitaurino, al que estas «Tardes de Soledad» dejarán completamente atónitos.



Albert Serra