sábado, 15 de marzo de 2025

Cómo ser Yukio Mishima



Luis Landeira Caro


«Es mi escritor favorito», me dijo hace tiempo una joven japonesa cuando le menté a Mishima. Pero cuando pasamos a comentar sus libros, llegó la disonancia. Ella citó Sed de amor y Escuela de la carne, y yo El sol y el acero y Caballos desbocados. Ella habló de una especie de Antonio Gala nipón, y yo del último samurái. Ahí me di cuenta de que hay dos Mishimas: el homúnculo intelectual y el superhombre de la katana. Y uno no se entiende sin el otro.  


Yukio Mishima fue cineasta, actor, modelo, piloto, director de orquesta, militar y budoka, pero sobre todo escritor. Entre sus más de doscientas obras, treinta y cuatro novelas, cincuenta piezas teatrales, veinte ensayos, montones de cuentos y montañas de poemas. Pero de todos sus libros sólo se han publicado en España una treintena, y la mitad están descatalogados. Para más inri, la mayoría tienen traducciones que no parten del idioma original japonés, sino del inglés. Esto es un problema porque, aunque Mishima es un escritor del siglo XX, en muchos de sus textos perduran las características del estilo arcaico japonés de los siglos X y XII, dotado de una gran riqueza léxica.   


Pero, aunque no entendamos del todo a Mishima, su figura brilla tanto en la oscura cloaca de la Historia contemporánea que bastan unos reflejos para iluminarnos. No se trata de convertirnos en Mishima —pues, como dijo Kawabata, «un genio como él sólo aparece en la humanidad cada trescientos o cuatrocientos años»— sino de emularlo en lo que buenamente podamos. Para ello, destilaremos lo que de él sabemos en una serie de preceptos que nos facilitarán seguir sus pasos.   



Honra a tus antepasados


Para el liberalismo personalista, todo individuo es una célula independiente que apenas debe nada a sus ancestros. Pero en Japón la revolución individualista llegó muy tarde y nunca acabó de cuajar; la prueba es que siguen poniendo el apellido antes que el nombre.  


Mishima, cuyo verdadero nombre es 平岡 公威, es decir, Hiraoka (apellido de la identidad grupal) Kimitake (nombre individual) recibió de su señor padre, Hiraoka Azusa, la herencia genética de campesinos, funcionarios y samuráis; y por parte de su madre, Hashi Shizue, la impronta de un linaje de poetas y maestros confucianistas. De esta confluencia nació Kimitake, que trataría de hacer honor a su casta conjugando arte y acción.  


Durante sus primeros años, Mishima fue educado por su abuela paterna, que le inculcó la ética samurái. Pero en la adolescencia siempre obedeció a su padre, un germanófilo que le prohibió escribir y lo empujó a estudiar Leyes. Mishima trabajó un tiempo de funcionario, y cuando le comunicó a su padre su deseo de consagrarse a las letras, éste le espetó: «Vale, deja el trabajo y hazte novelista; pero asegúrate de que vas a ser el mejor del país». Y también en esto le hizo caso.


Fue su primer maestro, Shizuo Ito, quien recomendó al joven usar un seudónimo por respeto a su familia, ya que entonces el oficio literario no estaba muy bien visto. Y eligieron 三島 由紀夫 Mishima Yukio. El significado no puede ser más nipón: «Yukio» deriva de la palabra yuki, o sea, nieve, y «Mishima» es la ciudad desde la que mejor se ven las cumbres del monte Fuji.



Destruye tus debilidades


El profesor Toshitami Bojo recuerda al Mishima adolescente como «un chico callado, débil, pálido, con unos modales exquisitos, pero en cierto modo femeninos», que no sostenía la mirada de nadie y, más que hablar, susurraba. Esto chocaba con el espíritu de la Escuela de Nobles a la que asistía, donde se exaltaba la simpleza y la virilidad. Mishima se esforzaba por cultivar esas virtudes, pero no lo lograba y eso le quitaba el sueño. Parecía escuchar la máxima de Vivekananda que sostiene que «el único pecado es la debilidad». Una debilidad que llegó a ser vergonzante cuando fue llamado a filas y, aterrorizado por el perfume de la muerte, se aferró al error de un médico que le diagnosticó tuberculosis.


En 1946, cuando estudiaba en la Universidad Imperial de Tokio, Mishima salía todos los sábados junto a un grupo de jóvenes aristócratas, para bailar y beber en clubs nocturnos; pero, un mes antes de acabar la carrera, cortó de cuajo estas juergas. Fue su primer paso hacia la depuración: abandonar la vida social, el alcohol y la ebriedad. Dejó también de frecuentar eventos literarios, quizá porque los afeminados intelectuales le recordaban demasiado a sí mismo. Fue un primer paso, pero no bastó: «La mayoría de los escritores están perfectamente bien de la cabeza, y lo único que hacen es comportarse como si estuvieran locos; yo me comporto normalmente, pero estoy enfermo por dentro», reconoció.



Emprende un viaje iniciático


Del mismo modo que muchos occidentales viajan a Oriente en pos de sabiduría, Mishima hizo la ruta inversa para buscarse a sí mismo entre las ruinas de Occidente. En 1952 visitó Grecia, donde experimentó una auténtica metanoia. Contemplando el Templo de Zeus, la Acrópolis o el Partenón, sintió que belleza y ética eran una unidad; que crear una obra de arte hermosa y volverse hermoso uno mismo era algo éticamente idéntico.


Fruto de ese viaje, escribió El rumor del oleaje, una historia de amor desarrollada en el entorno arcádico y primitivo de una isla de pescadores. Además, empezó a nadar, a boxear y a levantar pesas para esculpir su cuerpo a imagen y semejanza de las estatuas griegas. Posteriormente, se inició en el kendo, un arte marcial con sable de bambú que le ayudó a localizar su raíz: «Los gritos de kendo son la voz del mismo Japón, enterrada muy dentro de mí».  


Tras un año de ejercicio físico, Mishima se curó de todos sus males, reorientando su escritura hacia el heroísmo trágico y su anatomía hacia una armonía helénica: «Un físico imponente y una musculatura escultural son imprescindibles para una muerte noble. Toda confrontación entre una carne débil y fofa y la muerte me parece ridículamente inapropiada».



Convierte tu vida en un poema


En 1958, Mishima se casó —en matrimonio concertado— con una joven que se comprometió a no molestarle mientras escribía, a dirigir su casa y a cuidar de los dos hijos que tendría con el escritor. De esta forma, Mishima podía concentrarse en convertir su vida en un poema.  


Desde la medianoche hasta el amanecer, escribía. Dedicaba un par de horas a redactar novelas comerciales, y el resto a incubar obras maestras como Confesiones de una máscara, El mar de la fertilidad o El pabellón de oro. Después, se acostaba.


Se levantaba a la una de la tarde y, tras un aseo rápido, desayunaba mientras leía la prensa y la correspondencia. Acto seguido, tomaba un baño de sol en el jardín. Después de comer, le enseñaba a su madre sus últimos textos. A media tarde daba un paseo hasta el dojo o el gimnasio, donde pasaba varias horas practicando kendo o culturismo.  


Concluía el día asistiendo a ensayos de obras teatrales, conferencias, reuniones con editores o rodajes de películas. Cenaba fuera y regresaba a casa sobre las once. Charlaba un rato con sus padres y, a eso de las doce, volvía a empuñar la estilográfica.


Mishima sólo interrumpía este rígido horario cuando recibía visitas. En 1968, el escritor francés Michel Random fue a entrevistarlo. Esperaba encontrarse un hogar tradicional japonés, y se quedó de piedra al ver el edificio unifamiliar estilo Costa Azul, el mobiliario occidental del siglo XVIII o la estatua de Apolo. Entonces preguntó: «¿Cómo explica usted que en su casa no haya nada japonés?» Y Mishima contestó: «Aquí, sólo lo invisible es japonés».



Sitúate por encima de ideologías


«Izquierda o derecha, soy proviolencia», afirmó Mishima en una conferencia ante estudiantes progres. Y aunque se le suele calificar de nacionalista de derecha con fuertes valores sintoístas, Mishima se desmarcó incluso de la derecha tradicional japonesa, que pecaba de proamericana.


Mishima afirmaba estar en contra de todo el sistema de la posguerra, y tachaba de «enemigos» al Gobierno y a los partidos socialista, comunista y liberal-democrático, que él consideraba una y la misma cosa. Para él, Japón se había convertido en un país «feo y materialista» donde reinaba la injusticia social. Su única ideología era restaurar la divinidad del Emperador y hacer a Japón grande otra vez. Y para ello los políticos no eran más que un obstáculo. Él sólo creía en la diosa Amaterasu, origen de un sistema imperial que debería renacer: «Nos oponemos firmemente a todas las ideologías que proponen ‘una mejor sociedad futura’, puesto que conjeturar una meta futura niega la madurez de nuestra cultura y la nobleza de nuestra tradición».



Defiende tu tradición


Para Mishima, el Trono de Japón no era una monarquía más. El Emperador no era divino como individuo, sino como descendiente de la diosa Amaterasu, fundadora de la Familia Imperial. Así, en la persona del Emperador estaban unidos religión y política, jefatura de Estado y sumo sacerdocio, y en esto enlazaba con los césares romanos, a quienes se les reconocían ascendencias divinas. Pero las presiones de los aliados obligaron al emperador Hiroito a renunciar a su propia divinidad, que era incompatible con la lógica del Estado moderno.  


Mishima reivindicaba Hinomaru, la bandera del sol en forma de disco rojo sangre, que fue adoptada como enseña de la nación en 1870 y, tras la Segunda Guerra Mundial, pasó a tener un matiz militarista e imperialista. Esta bandera fue inspirada por la Diosa del Sol, que desde su cueva iluminó la Tierra. El Hinomaru es, pues, el halo sagrado de la deidad progenitora de la estirpe del Primer Emperador. Según Mishima, esta bandera y la diosa Amatesaru son los símbolos primordiales, la fuente hacia la que debe revertir la revitalización de la Familia Imperial, y su objetivo vital más alto: «La misión que nos ha encomendado el Cielo es la de jugarnos la vida por nuestro Trono Imperial. Ahí es donde reside nuestra grandeza. Vamos a elevar el espíritu japonés, a barrer el comunismo, a corregir el capitalismo y a revisar la Constitución que nos impusieron como nación derrotada para humillarnos».



Monta tu propio ejército


Decía Spengler que «la espada vence al libro, porque la espada significa voluntad y el libro significa sólo pensamiento». Tras mucho insistir, a los 42 años Mishima fue aceptado de nuevo en el ejército, donde volvió a sentir el indescriptible placer de disparar un fusil. Recibió instrucción junto a imberbes veinteañeros a los que superaba en forma física, y abrazó sin titubeos la disciplina. Diana a las seis de la mañana, baño de agua fría, carrera de cuatro kilómetros… Mishima tenía la firme convicción de que «la belleza viril se ve exaltada por el autocontrol y la aceptación de las normas de comportamiento», y que la inmersión en el grupo militar permitía al hombre a trascender su individualidad a través del sufrimiento común. En cuanto acabó la instrucción, fundó su propio ejército: Tatenokai, la Sociedad del Escudo, cuyos objetivos eran la defensa de la patria y del Emperador, en respuesta a la Constitución de posguerra, por la cual «el pueblo japonés renuncia a la guerra como derecho soberano de la nación».


Mishima reclutó a los trescientos hombres de su ejército entre estudiantes tradicionalistas dispuestos a todo por la patria. Los soldados debían superar un entrenamiento de un mes, en el que se incluían pruebas físicas, espirituales y tácticas en el campo de batalla. Mishima se gastaba 20 millones de yenes anuales en financiar la Sociedad del Escudo, en cuyo manifiesto se advertía que «la batalla tiene que librarse una sola vez y ha de ser a muerte».



Muere como un guerrero


En el mundo moderno no existe la muerte heroica. Es más, apenas es posible ya tener una muerte digna. La mayor parte de la gente muere aterrorizada o dopada, abandonada en un asilo o más sola que la una, de viejas dolencias o virus modernos, tras una agonía hospitalaria entre tubos de goteo y sanitarios endiosados.


Frente a tanta molicie, Mishima aspiró a una bella muerte, que ensayó durante años. Es más, gran parte de su obra es un preludio de su final, desde el cuento Patriotismo (que narra el suicidio ritual de un militar y su esposa) hasta textos como Las voces de los muertos heroicos, El marino que perdió la gracia del mar o Danza, arte y rearme. Incluso en su corta carrera como actor, Mishima sólo aceptó interpretar a personajes que tuvieran una muerte violenta. Y en su testamento, pidió ser enterrado con una espada entre las manos que demostrara «que no morí como un literato, sino como un guerrero».


Mishima creía que cuando un hombre llega a los 40 años ya no tiene posibilidad de una muerte hermosa, sino que se irá marchitando poco a poco. No en vano, la longevidad generalizada es consecuencia del declive moderno: «La edad promedio de un hombre en la Edad de Bronce era dieciocho años; en la era romana, veintidós. El paraíso debe haber sido hermoso entonces. Hoy debe ser espantoso».


No obstante, Mishima se vio obligado a prolongar su vida hasta los 45 años para que le diera tiempo a terminar su última novela, La corrupción de un ángel, que entregó la mañana del 25 de noviembre de 1970. Poco después, él y otros cuatro miembros de la Sociedad del Escudo, impecablemente uniformados, irrumpieron en el despacho del jefe de la Fuerza de Defensa del Japón, a quien retuvieron a punta de espada, exigiendo que el Regimiento 32 se reuniera a escuchar un discurso que Mishima pronunciaría desde el balcón; en él, pidió a los soldados que se unieran a su contrarrevolución para erradicar la democracia que gangrenaba el alma de Japón. Pero los soldados se negaron, el golpe fracasó y Mishima se dispuso a morir.


El seppuku es un suicidio ritual por desentrañamiento que los antiguos samuráis realizaban para morir con honor. El samurái se clavaba en el lado izquierdo de su abdomen un arma corta de doble filo, realizaba un lento corte hacia la derecha, volvía al centro y terminaba con un corte vertical hasta el esternón, viendo los propios intestinos desparramándose sobre el suelo. En ese momento entraba en acción el kaishaku, un ayudante con gran dominio de la espada que se ocupaba de decapitar al suicida para evitar una agonía de horas. Según el código Bushidô, «mientras exista el seppuku, el Japón eterno vivirá».


Mishima no se hizo un seppuku demasiado limpio, pues sus cortes no fueron profundos ni certeros, pero siguió el rito a rajatabla. Como, tras varios intentos, su asistente no logró decapitarlo, cedió la espada a otro miembro de la Sociedad del Escudo, que hizo rodar por fin la cabeza de Mishima. Su última frase fue «Tenno Heika Banzai», tres violentas palabras que en la lengua de Cervantes se transmutan en cuatro: ¡Larga vida al Emperador!


Leer en La Gaceta de la Iberosfera