Ignacio Ruiz Quintano
Abc Cultural
Tita, la baronesa, dice que Moneo, el arquitecto, arrancó todos los árboles del Thyssen para hacer un baño y que eso fue “una salvajada, un crimen” que la tuvo tres días llorando, pero Moneo ha contestado que él no sabe nada, y no es un hombre modesto.
Moneo es un arquitecto que hace casetas con ese oro cocido que en España es el ladrillo, con lo cual las casetas de Moneo son como los palacios de los cuentos, es decir, monadas de pan de oro. ¿Quién no ha oído hablar de la monada que es el baño del museo de Tita? Con razón su conservador, Guillermo Solana, puede decir que, hoy, lo más precioso de un museo no son sus obras de arte, sino sus visitantes.
–Y no se pierdan ustedes el baño. ¡Es de Moneo!
En su “Historia de la conquista de Méjico” Solís cuenta que Moctezuma tenía prohibido que en los jardines que rodeaban a su palacio hubiera árboles de frutas ni plantas medicinales, por ser cosa grosera e indigna del jardín de un príncipe el adornarse con las plantas que reportan utilidades tan bajas y prácticas; quería que en sus jardines sólo hubiera flores, porque las flores llevan en sí la suprema aristocracia de la belleza inútil. ¿Cuál fue la mano que arrancó los útiles plátanos del jardín de Tita? No fue, desde luego, la mano de Moneo, cuya arquitectura carece del don de lo aristocrático: Moneo sería a la arquitectura lo que Arguiñano a la cocina (están en todas partes), del mismo modo que Frei Otto, cuyos edificios parten del principio morfológico de la espuma, sería Ferrán Adriá.
Aristocracia, plebe, espacio y tiempo. Los prejuicios culturales indican que el interés por el espacio es un rasgo conservador y antimoderno, mientras que el interés por el tiempo es progresista y emancipador. En la polémica del Paseo del Prado, al alcalde de Madrid sólo le interesan los metros cuadrados de las aceras, y a la baronesa levantisca, los años de los árboles solamente. A Gallardón le ocurre lo que a Ruano: su corazón es insobornable e inocentemente liberal, y el pueblo le es simpático en las aldeas y antipático en las ciudades, como la aristocracia le es simpática en su teoría y le suele fallar y defraudar en la práctica y el trato. Ahí está Tita, que no ha leído, la mujer, a Deleuze, el filósofo que, junto con el psicoanalista Guattari, escribió “Mille plateaux: capitalisme et schizophrénie” para, frente a la complejidad aristocrática del árbol, proclamar la superioridad progresista del rizoma, de complejidad francamente anarquizante. ¿Lioso? No tanto. Al final, si Gallardón quiere llevarse los árboles, es por que Tita –o, en su lugar, Solana, su segundo– no tenga que morir en el bosque por aquello que Cyrano de Bergerac llamó enfáticamente “el Penacho”.