Ignacio Ruiz Quintano
Abc Cultural
En nombre del arte, un fotógrafo ha tratado de exponer en el Guggenheim de Bilbao la radiografía del cráneo del concejal asesinado Miguel Ángel Blanco.
A los fotógrafos les gastó una vez una broma Wenceslao Fernández Flórez, en cuya crónica parlamentaria del día anotó: “Hay que tener cuidado con los fotógrafos. Entran en el hemiciclo y, aprovechando la afluencia de diputados desconocidos, ocultan su máquina bajo un escaño y se quedan allí para siempre, hasta que en una crisis apurada les hacen directores generales o ministros.” Leído esto, diecisiete fotógrafos se dirigieron al cronista “protestando enérgicamente”, pues por culpa de esa crónica “les será negado en lo sucesivo por el presidente de la Cámara el permiso para realizar su labor informativa”.
El fotógrafo, queremos decir, es un ser sensible. Y cada día, más poderoso. Tras de la declinación de la filosofía clásica, hecha en torno del Ser, surgió la filosofía del Parecer. Pemán fue de los primeros en darse cuenta de que las asambleas de cualquier clase son unas congregaciones de hombres presididos por fotógrafos.
–El mundo no oye ya discursos, ni atiende a razones, ni examina motivos. No tiene tiempo. El mundo pasa rápidamente hojas de la vida, sin ver más que las estampas.
En el arte contemporáneo llevamos visto de todo. Y la radiografía de Blanco cumplía con los ocho rasgos específicos que José Javier Esparza tiene estudiados en el arte (occidental) contemporáneo: obsesión por la novedad, significados ininteligibles, transversalidad del soporte, consagración de lo efímero, nihilismo cultural, sintonía con un poder concebido como subversión, naufragio de la subjetividad y obliteración absoluta de la pregunta por la belleza. El anatomista Von Hagens llevó a Londres una exposición de doscientos cadáveres dispuestos en poses cotidianas. Una actriz tailandesa se presentó en Turín con un monólogo pronunciado ante diez cadáveres humanos de la morgue local.
–Hablo con los muertos porque los vivos no me hacen caso –dijo.
Pero es que, entre fotógrafos, el propio Agustín Centelles, por sentido del escarnio, recurrió a la autocensura con sus imágenes de las momias de las monjas de las Salesas de Barcelona que la izquierda había “sacado a pasear”. Querer poner en el Guggenheim el cráneo de Blanco es jugar a hacer creer que el museo es el monasterio de las Huelgas Reales, y Blanco, Enrique I, el Niño de la Teja. Otro tiro al blanco para turistas.