Pepe Campos
Vinicius, jugador del Real Madrid, está en el punto de mira de la afición española como lo estuvo durante muchos años Amancio Amaro Varela. Toda la polémica existente alrededor de Vinicius me hace recordar la que vivió constantemente Amancio. El quid de la cuestión se origina en algo muy sencillo, en el poderoso regate que poseen (poseía, Amancio) ambos jugadores. Eso realmente es lo que molesta tanto a los aficionados (que se muestran anti-madridistas, que viene a ser una cultura latente), también, lo que se les hace insoportable a los jugadores contrarios (burlados por ellos) y a la crítica deportiva (que en general no puede admitir tanto descaro, tanta verticalidad, tanta suficiencia de jugadores que no se andan con gaitas y que van directos a la acción principal del fútbol, que es la de irse del contrario lo más pronto y rápido posible, pero, a su vez, creando arte, haciéndolo bonito; no olvidemos este asunto, no secundario). Los regates de Vinicius y de Amancio (hablaré de él como si estuviera con nosotros) son dispares, pero persiguen los mismos fines. Partir o romper a su marcador, dejarle atrás, hacer pasar el balón por delante de las piernas de ese vigilante, de su cuerpo y de su mente, enfrente de sus narices, sin que ese defensa, preparadamente agresivo que les toca sortear, pueda impedir que pasen balón y jugador contrario en la misma acción (balón, Vinicius y Amancio). Por lo cual, en innumerables ocasiones, o siempre, sus marcadores quieran evitar que pase el jugador. De ahí, las numerosas faltas y triquiñuelas contra Amancio y Vinicius. Dos épocas. Dos formas de entender el arte futbolístico y dos maneras de driblar, de realizar fantasías con el balón ante cualquier defensa o baluarte suficientemente preparado.
Sabemos que existieron otros extremos. Anteriormente, por ejemplo, Mané Garrincha —extremo derecho—, el mejor de todos, un malabarista del balón, un portento, que se iba como quería, con un arranque y una finta única, además de potencia, buen centro y determinación. Quien quiera saber cómo era que vea la final del mundial de 1958, entre Brasil y Suecia. A continuación, habría que recordar a nuestro José Armando Ufarte (el Garrincha blanco), que era dueño de un solo regate y siempre se iba de su marcador, su defensa izquierdo —creo que nadie en el fútbol ha mantenido tanta sencillez sin que ese secreto se pudiera revelar o descubrir—; Ufarte añadía a su amague, un velocísimo deslizamiento del cuero hacia la línea de meta y un fantástico centro, medido, hacia el centro del área. Ya puestos, no quisiera dejar de citar a otro extremo derecho que podríamos definir como diabólico, Jimmy Johnstone, regateador por antonomasia, que militó en el Celtic de Glasgow. No debemos pasar por alto a la inventiva de George Best, ni a la raza de nuestro último extremo clásico, Juanito. A la hora de describir a extremos zurdos, muy proclives muchos de ellos a adoptar el emplazamiento de extremos falsos —Carlos Lapetra o Rexach—, en esta posición genuina el mejor ha sido Francisco Gento, un delantero con plena velocidad —como debe ser, pues el fútbol es velocidad cuando se juega bien— y absoluto centro, una cualidad que no todos los buenos extremos han tenido —hablemos, sin ir muy lejos, de Lobo Carrasco o Marcos—. En este apartado de la velocidad hay que aludir a Oleg Blokhin —del gran Dínamo de Kiev, un conjunto con un modo de jugar matemático, preciso, con dominio de todos los tipos de pases, el corto, el medio y el largo—; un Blokhin que fue un jugador total, que hacía correr al balón conducido con vértigo visual. Si volvemos a la sencillez y a la faceta de resolver la función de extremo izquierdo, que no deja de ser la de superar a su lateral —derecho— y poner el balón en las mejores condiciones en el área rival, sin entretenimientos ni barroquismos, en ese caso hay que citar a Chechu Rojo, que tenía regate, piernas —en pocos metros— y un guante en el pie.
Cuando éramos muy jóvenes allá por los años setenta del siglo pasado y jugábamos al fútbol en los descampados, los aspirantes a buenos jugadores de fútbol, los más chulos, los más fetén, los más guais, querían ser extremos. O derechos o izquierdos. Los números siete y once de las camisetas eran los más apreciados, y jugar de extremo en cualquiera de ambos lados se convertía en el puesto de mayor prestigio, porque venía a significar eludir con marchosería al jugador rival, en la ubicación de pisar con las botas la cal —que limitaba el extremo de la banda—. En ese puntal, donde es tan difícil dominar el balón, se cocía el fútbol verdadero: encarar al rival, para fintarle y superarle, con suavidad en las formas, con quiebro o con deslizamiento del balón para que la velocidad de piernas decida el seguir en posesión del esférico, para poder mirar a portería y poner la bola allí donde el compañero más adelantado, el goleador, aparece o debería aparecer según los cánones. Cuando esto ocurría, si era ante público en partido formal, la grada se levantaba, es decir, el público que estaba sentado se ponía de pie. Nada más emocionante en el mundo del fútbol. Se producía una conmoción. Una sensación de turbación. Un desconcierto. De modo que, metidos en esta faena futbolística, podemos entender que los peloteros que tienen estas virtudes no son como los demás; si no muy diferentes. Desde este enclave podemos ir entendiendo por qué hoy Vinicius está en el punto de mira: por poseer esa virtud de oro que puesta en práctica y conseguida deja con cara de timo a quien se le hace —a los defensas, a los leñeros— y a quien no quiere verlo —a los gacetilleros, a los aficionados rivales—; por ser quien lo realiza —un extremo vertical— de otro equipo, en definitiva, de otra hinchada.
Para hablar de Vinicius, hemos citado a Amancio, un futbolista que, a pesar de todo, fue distinto a él. Aunque en algunos aspectos del concepto creativo se les pueda ver como a jugadores similares. Amancio tenía desde la derecha un regate eléctrico, mágico, vistoso, barroco, improvisado, callejero, retador, en posición de parada, que realizaba mediante un toque fino sin que se supiera cuándo y hacia dónde; y si se adornaba por medio de un previo caracoleo con la pierna o piernas por los alrededores del esférico —levantaba las pasiones en su contra—. De ahí, posiblemente surge su apodo de «El Brujo». En el fondo, el regate de Amancio era enigmático y se concibe desde su territorialidad gallega, desde ese terruño, de quien fuera jugador insignia del Real Madrid desde 1962 a 1976. Esa manera vistosa de entender el fútbol por parte de Amancio le llevó a ser el jugador más odiado de su época por las aficiones rivales. Y, al mismo tiempo, ser el jugador «a cazar» por parte de las defensas de los equipos a los que se enfrentaba. Es conocida la violencia que tuvo que sufrir. Ante ello, Amancio, jugador de gran carácter, respondía con sus propias armas —los instrumentos de su físico: el propio pie en disposición de lucha—, que en aquella época sin televisión, quedaba sin registrar como elemento en su contra. Para sobrevivir tuvo que inventarse un nuevo puesto como interior derecho, un renovado ocho, media punta, organizador y extremo en la misma demarcación.
Vinicius, hoy, no vive lo mismo, pues sus reacciones al cerco al que es sometido en los marcajes que sufre, tienen que ser diferentes a las que utilizaba Amancio —que se protegía con sus piernas y sus danzas—. Ahora Vinicius acude a la protesta —que cobra en las reacciones de los voyeurs dimensiones magnificadas—. La reclamación de Vinicius, por ser un jugador de casta, es la única herramienta que le queda para responder ante lo que recibe —patadas—. No se lo perdonan. Y se lo quieren cercenar. Vinicius es un jugador grande, único, un lujo para la época en la que vivimos, tan plana, donde todo el mundo tiene que «tragar» con lo estipulado y lo políticamente correcto. Vinicius cuando coge el balón —a banda cambiada, tras un control preciosista— mira hacia la línea de meta, y hacía allí se va, normalmente sin demasiados preámbulos —que si quisiera, también los pondría en escena—, tira el balón hacia arriba, e incluso más arriba, y sale tras él, sorteando al rival, mediante un quiebro o a puro esprint, a puro huevo, después controla el balón en movimiento, y vuelve a irse. Y le da tiempo para mirar hacia el área y poner la pelota —con variedad de registros— al primer palo, al medio, al segundo palo, para que un compañero que emerge, remate, o intente el gol, por llegada. Y sucede, frecuentemente, que Vinicius, sin necesidad de darse una panzada de correr —que en los extremos es un brindis— con un toque exterior del empeine ponga el esférico allí donde aparecerá con rotundidad quien sitúe la bola dentro de la meta rival. Para permanecer, en el orbe del balompié, tendrá que buscarse un nuevo puesto —interior falso—, como hizo en su momento Amancio. En su caso, comodín en la delantera: pasador y llegador. Lo veremos. Pero ante todo seguirá siendo un regateador.