viernes, 17 de noviembre de 2023

Ventanilla de Revoluciones


Samuel Adams

Ignacio Ruiz Quintano

Abc


¿Qué? ¿Algún mecanismo de defensa ciudadana ante un Estado sublevado contra la Nación? Ninguno. En el Estado de Partidos, donde todo es mentira menos lo malo, tenemos al Defensor del Pueblo, un chiringuito nórdico que sería una ignominia en una democracia, donde no hay más defensor del pueblo que el diputado de distrito, tu representante. Por no tener, la llamada Constitución del 78, obra de un director teatral y de un ingeniero agrónomo, no tiene ni Ventanilla de Revoluciones (siquiera con cita previa), como pide la gente de Orden, ese invento de la policía de Bonaparte, el “pequeño corso” que revolucionó el urbanismo parisino ampliando las avenidas para poder enfrentar con artillería a las multitudes levantiscas que se creen con derecho a la Revolución, y hasta ahí podíamos llegar.


El primero en proclamar el derecho a la Revolución fue un padre fundador, Sam Adams, uno de los grandes líderes de la Revolución Americana, que también fue el primero en ordenar la ejecución de los “shaysites”, americanos encartados en la revuelta de Shays, un granjero de Masachusets rebelado contra las injusticias económicas. Shays era veterano de la Guerra de Independencia, pero Adams declaró que “nadie tenía derecho a participar en una revolución contra ellos”, doctrina que ha hecho aquí suya la casta del Régimen. Este caso lo sacaba a colación Alinsky (nadie se asuste: no hay hoy en España una inteligencia para corroer el Sistema como la suya) como aviso a navegantes.


Todas las sociedades desalientan y penalizan las ideas y escritos que amenazan al “status quo”.


De hecho, la Revolución Americana sólo inspiraría un par de obras: la “Declaración de Independencia”, que incluye entre los derechos fundamentales el derecho a la revolución, y el ensayo “Del deber de la desobediencia civil” de Thoreau. Abunda en la literatura política la retórica que exalta el carácter sagrado de la revolución, “pero siempre que sean revoluciones del pasado”.


Este país, con sus instituciones, pertenece a la gente que lo habita. Cuando sus habitantes se encuentren insatisfechos con el gobierno de turno, podrán ejercer sus derechos constitucionales para reprenderlo o su derecho revolucionario para desarticularlo o derribarlo.


Esto dijo en su discurso inaugural Lincoln, que sabía de qué hablaba: “No os engañéis: las revoluciones no dan marcha atrás” (Declaración del 19 de mayo del 56). ¿Rojo, Lincoln? Sólo veleta del Poder que le impuso, sin gran resistencia por su parte, la suspensión del sagrado “habeas corpus”, la desobediencia a una orden, no menos sagrada, del Tribunal Supremo y el uso ilegal de comisiones militares para juzgar a civiles, por no hablar de los vaivenes del personaje sobre el hecho del esclavismo.


Alinsky ve falta de realismo en aquellos que critican la moralidad de Lincoln. En la política de la vida, dice, la coherencia no es una virtud. Uno debe cambiar con los tiempos, o de lo contrario, morirá.


 [Viernes, 10 de Noviembre]