miércoles, 8 de noviembre de 2023

De Gaulle como modelo de nacional-populismo más allá de la izquierda y la derecha I



Arnaud Imatz


El destino de las figuras políticas más brillantes es inevitablemente ser aduladas y vilipendiadas durante su vida, y luego mitificadas, explotadas e incluso a veces demonizadas tras su muerte. En el mundo hispanohablante, la brillante y efímera figura del joven líder de la Falange, José Antonio Primo de Rivera, es un ejemplo casi perfecto. En Francia, el caso del líder militar de mediana edad y luego anciano presidente de la República, Charles de Gaulle, no es menos típico. La comparación entre los dos hombres merecería una larga y sustancial elaboración, tan sorprendente como instructiva. Sin embargo, nos limitaremos aquí a un breve análisis y descripción del pensamiento y la actuación del líder francés, dejando que el lector hispanohablante saque sus propias conclusiones sobre la cercanía y lejanía de las ideas políticas de ambos hombres.


De Gaulle es, sin duda, el líder político francés más mitificado del siglo XX[1]. No hay político ni periodista francés de renombre que no haya rendido en un momento u otro un sentido y consensuado homenaje al «gran hombre». A menudo honrado, al menos en apariencia, por una serie de adversarios expertos en manipulación, el legado gaullista ha sido sobre todo tergiversado, desvirtuado y negado por la mayoría de los llamados discípulos o seguidores. Para decirlo sin rodeos, en cincuenta años, el pensamiento gaullista ha sido vilmente traicionado, vaciado de su sustancia y reducido a una actitud convencional. La retórica banal de «amor a Francia«, «rechazo de la fatalidad«, «en un mundo nuevo y cambiante«, repetida por tantos pseudoadmiradores del General, no ha tenido otra función que disfrazar su abandono y su renuncia.


De Gaulle y sus adversarios

De Gaulle fue criticado en vida en privado, o traicionado en la sombra, por los tres Judas que fueron Pompidou, Chirac y Giscard d’Estaing. Finalmente fue derrocado por una coalición de comunistas, socialistas, demócrata-cristianos y liberales que, al igual que los empresarios y la burguesía de negocios, estaban hartos de «la grandeza de Francia«. Después de Charles de Gaulle, el gaullismo fue deliberadamente disfrazado, reducido a un vulgar pragmatismo oportunista, mezcla de neoliberalismo (Balladur, Sarkozy), neosocialdemocracia (Chirac) y tecnocracia (Juppé). La ironía suprema es que, de Gaulle, modelo de soberanista irreductible y paladín de la independencia nacional, fue alabado por los más ardientes defensores de la ideología globalista, del federalismo europeo, de la pertenencia a la OTAN y de la protección-sumisión al imperio estadounidense. Un ejemplo reciente es el homenaje escrito que Emmanuel Macron rindió al General el 9 de noviembre de 2020: «Cincuenta años después, el vivo recuerdo del General De Gaulle sigue siendo una fuente de inspiración para nuestra Nación, nuestra República. Que encontremos en estos lugares, en sus elecciones, las huellas que nos permitirán construir nuestra acción por Francia. Con fidelidad».


Palabras, palabras… más palabras, más palabras… La última paradoja es que cualquier personaje público, desafortunado o inconsciente, que se atreviera a retomar las afirmaciones y negaciones soberanas del General, sus opiniones y palabras marcadas por el sello de la independencia, la libertad de expresión y el inconformismo, hoy sería inevitablemente juzgado «políticamente incorrecto» y no dejaría de sufrir la censura de los medios de comunicación, una omertá de larga duración; en ocasiones, incluso podría ser procesado y condenado.


En la opinión pública francesa, De Gaulle es considerado un gigante entre enanos. Sin duda, los tratos injustos e inhumanos infligidos a los franceses en Argelia y a los harkis ensombrecen su historial (es cierto que la ideología del victimismo no era la de nuestros antepasados, y menos aún la de los principales protagonistas de las dos guerras mundiales), pero en términos históricos las cualidades del General como hombre de Estado no pueden discutirse. Lo que es más cuestionable es el elogio unánime al que se entrega la clase política y mediática francesa en el umbral del siglo XXI. Es, reconozcámoslo, una fuente de hilaridad y de indignación para las personas de mi generación que vivieron los años sesenta. Seamos realistas: si en su día hubo muchos opositores y enemigos del presidente Charles de Gaulle, hoy hay tantos o más que detestan «su idea de Francia».


¿No fue De Gaulle objeto de las peores recriminaciones en vida? ¿Acaso los gaulófobos de izquierda y de derecha no estaban siempre dispuestos a fulminar contra la ambición, la presunción, la vanidad, la arrogancia, el egocentrismo, el rencor, el resentimiento, la ingratitud, la mezquindad, el divisionismo, el despotismo, etc., del «Connétable» (condestable), del «Sot en Hauteur» (tonto de altura), del «Double-Mètre» (doble metro), del «Grande Asperge» (larguirucho)? ¿No lanzaron los mismos increpaciones e invectivas increíbles contra el «nacionalista fanático«, el «americanófobo patológico«, el «aliado del FLN argelino», el «aliado del comunismo«, el «servidor del totalitarismo», y contra el «representante de la tendencia nacionalista del capitalismo monopolista«, el «garante conservador del capital«, el «general fascista«, el «dictador» o el «aprendiz de dictador»?


Perdonar no es olvidar. Recordemos pues, sin acritud, que, si bien De Gaulle tenía sus admiradores, también federaba odios terribles. A menudo visceral, este odio animaba, por supuesto, a los petainistas de derecha e izquierda y a los partidarios de la Argelia francesa, pero también unía a la derecha americanófila, conservadora, liberal y democristiana, a la extrema derecha atlantista y nacionalista europea, a la izquierda socialista y a la extrema izquierda (comunistas ortodoxos, trotskistas y maoístas).


En Londres, durante la Segunda Guerra Mundial, los redactores de la revista France Libre y algunos locutores de Radio-Londres, que contaban con el beneplácito del Departamento de Estado estadounidense, ya eran ferozmente hostiles a De Gaulle. Los vichyistas del norte de África no eran menos hostiles. Los resistentes del interior de Francia tampoco apoyaban unánimemente al general. Durante mucho tiempo, la autoridad del líder de la Francia Libre fue objeto de debate en el seno de los Aliados; los estadounidenses e incluso los británicos buscaron hasta el final un representante francés más dócil y menos intratable. Y De Gaulle no se equivocaba: «Hasta el último día de la guerra», dijo, «habremos tenido que luchar también en ese frente»«Pero hay que decir que, en una guerra de alianzas, cada aliado lucha su propia guerra y no la de los demás». Y de nuevo, con realismo: «Los ingleses que murieron liberando Francia dieron su vida por Gran Bretaña y por el Rey. Los americanos que murieron liberando Francia murieron por los Estados Unidos de América y por nadie más. Al igual que todos los franceses que murieron en un campo de batalla, incluso por la independencia de los Estados Unidos de América, murieron por Francia y por el rey que la personificaba». Sobre el desembarco del Día D, dijo sin rodeos veinte años después: «El desembarco del 6 de junio fue un asunto anglosajón, del que Francia quedó excluida. Estaban decididos a instalarse en Francia como si fuera territorio enemigo. Como acababan de hacer en Italia y estaban a punto de hacer en Alemania. Habían preparado su AMGOT que debía gobernar soberanamente Francia mientras sus ejércitos avanzaban. Habían impreso su moneda falsa, que se habría puesto en circulación a la fuerza. Se habrían comportado como en un país conquistado. ¡Eso es exactamente lo que habría ocurrido si yo no hubiera impuesto, sí impuesto, mis comisarios de la República, mis prefectos, mis subprefectos, mis comités de liberación! ¿Y quiere que vaya a conmemorar su desembarco, cuando fue el preludio de una segunda ocupación del país? ¡No, no, no cuente conmigo! No me importa que las cosas sigan su curso con elegancia, ¡pero ése no es mi sitio! ¡Los franceses ya están demasiado inclinados a creer que pueden estar tranquilos, que lo único que tienen que hacer es dejar que otros defiendan su independencia! ¡No debemos alentarles en esta ingenua confianza, que luego pagan con ruinas y masacres! Debemos animarles a confiar en sí mismos.» (Palacio del Elíseo, 30 de octubre de 1963).


Los historiadores saben hoy que, sin De Gaulle, Francia habría vivido bajo el yugo de una administración militar provisional estadounidense, el tristemente célebre AMGOT (Gobierno Militar Aliado de los Territorios Ocupados). El presidente estadounidense planeó incluso entregar la orilla izquierda del Ródano a Italia y parte de los departamentos del norte y el este de Francia a una entidad neerlandesa-belgo-luxemburguesa creada de la nada con el nombre de Valonia. En definitiva, ¡nada menos que lo que podría haber hecho Hitler de haber ganado la guerra!


En la larga lista de antagonistas que De Gaulle tuvo durante su vida política, encontramos los nombres de prestigiosos militares y avezados políticos como Darlan, Giraud, Weygand, De Lattre, Juin, Herriot, Reynaud, Thorez, Duclos, Marchais, Monnerville y Soustelle, Mendès France, Mitterrand, Pleven, Lecanuet y Jean Marie Le Pen, así como grandes intelectuales como Aron y Sartre, y célebres escritores y periodistas como Jacques Laurent, Beuve-Méry, Jean Daniel, Françoise Giroud, Servan Schreiber y muchos otros. Si De Gaulle tenía a la prensa audiovisual de su lado, tenía a toda la prensa escrita en su contra, a todas las figuras destacadas del periodismo.  La violencia de sus críticas alcanzó a veces cotas increíbles. Sartre y De Beauvoir, los Thénardier de la filosofía (según la feliz expresión de Michel Onfray), se distinguieron en el género sin arriesgar su carrera. El autor de Les mains sales nunca dejó de llamar a De Gaulle «fascista«, «chulo reaccionario«, «pedazo de mierda«, «imbécil», «bastardo» y «cerdo», mientras que el General, quizá demasiado consciente de la dignidad de su cargo, se empeñaba en respetar al «filósofo» izquierdista. El liberal-conservador Raymond Aron nunca perdonaría a De Gaulle su comentario sobre Israel como «un pueblo de élite, seguro de sí mismo y dominante», hecho el 27 de noviembre de 1967, seis meses después de la Guerra de los Seis Días.


Está claro que, a la clase política y mediática, la casta u oligarquía, no le gustaba De Gaulle. No soportaban que se apoyara directa y muy democráticamente en el demos, el pueblo soberano. «Para mí, decía el General, la democracia es exactamente lo mismo que la soberanía nacional. La democracia es el gobierno del pueblo por el pueblo, y la soberanía nacional es el pueblo ejerciendo su soberanía sin trabas» (Conferencia, Londres, 27 de mayo de 1942). Y de nuevo en 1958, a raíz de la reciente adopción de la Constitución: «El pueblo tiene la primera palabra, puesto que elige a los dos poderes, y la última, puesto que resuelve su conflicto». Pero realista y clarividente, deploraba con razón que «[…] muchos profesionales de la política […] no pueden resignarse a ver al pueblo ejercer su soberanía sin intermediarios suyos […]».


De Gaulle y los gaullistas tenían sin embargo una ventaja apreciable: reunían a políticos de procedencias y convicciones muy diversas: jacobinos-centristas, gestores conservadores, liberales reformistas, radicales, socialdemócratas, republicanos de izquierda (Capitant, Hamon, Vallon), incluso de extrema izquierda, intelectuales independientes, tecnócratas, monárquicos maurrasianos y nacionalistas discípulos de Péguy o Barrès. El gaullismo sociológico fue mucho más allá de los electorados de derecha moderada (liberal-conservadora y demócrata-cristiana) y de derecha radical, aglutinando a una parte importante del electorado de izquierdas, atraído por el carisma del General, pero también y sobre todo por su voluntad de conciliar orden y progreso.


De Gaulle era admirado por resistir contra viento y marea. Su tenacidad y perseverancia siempre parecían destinadas a triunfar al final. Contrastaba con la mediocridad de sus rivales por sus actos, su carisma, su energía, su voluntarismo, su rectitud, su honradez y su moralidad. En comparación, sus sucesores palidecen hasta la insignificancia, son todos liliputienses cuando no mediocres. El General encarnaba al hombre de Estado incorruptible y recto que desconfiaba del lujo y del dinero, aborrecía las prebendas, los privilegios y las estratagemas, y se tomaba el honor de pagar de su bolsillo las facturas de electricidad de sus pisos privados del Elíseo. Pero más allá de las primeras y evidentes explicaciones, que tienen que ver con las virtudes del líder y del hombre, demasiado raramente presentes en los clanes políticos, sigue siendo necesario subrayar el indiscutible atractivo del pensamiento gaullista. El gaullismo es un modelo de tercera vía entre el liberalismo y el socialismo; es una defensa exigente e irreductible de los intereses de la nación por encima de los intereses de los partidos de derecha y de izquierda.


El General tenía en poca estima a los políticos (los llamaba los «politi-chiens», un juego de palabras francés mezclando politicos y perros) ni a los de la III República, ni a los de la IV República, fueran de derechas o de izquierdas. No le gustaba la derecha «rutinaria», que «no quiere cambiar nada», «no entiende nada» y «no quiere al pueblo, ni la izquierda del «Frente Popular, que acabó en capitulación: la abdicación de la República en manos de Pétain», «la izquierda a la que no le gusta el Estado». Partidario de un régimen con un ejecutivo fuerte, siempre chocó con los socialistas, comunistas y democristianos, que no querían saber nada de él. Se enfrentaba a toda la vieja casta dirigente de la Tercera República, la que se creía definitivamente desacreditada por la derrota y la Ocupación pero que, a pesar de todo, resurgiría al final de la Segunda Guerra Mundial para apoderarse de nuevo de los grandes resortes del Estado. Esta casta dirigente quería perpetuar el sistema de partidos y asambleas sin reformarlo realmente; De Gaulle, en cambio, denunciaba incansablemente el sistema de partidos exclusivos y todo lo que se pareciera a la restauración de la Tercera República.


Apenas cinco meses después del fin del conflicto mundial, el 20 de enero de 1946, el líder de la Francia Libre se vio obligado a dimitir como primer Ministro. Para él, el vaso estaba lleno: «El sistema de partido exclusivo ha vuelto. Lo desapruebo. Pero, a menos que instaure por la fuerza una dictadura que no deseo y que sin duda saldría mal, no dispongo de medios para impedir este experimento. Así que tengo que retirarme».


La referencia al «poder personal» o incluso a la «dictadura» era el leitmotiv de sus adversarios. Pero, paradójicamente, De Gaulle demostró claramente al pueblo francés que su republicanismo y su democratismo eran más profundos y sinceros que los de sus adversarios y sucesores. Tras su digna dimisión en 1946, fue con no menos elegancia, y sin el menor comentario, como dejó el cargo de presidente en 1969, al día siguiente de un referéndum sobre la reforma del Senado y la regionalización que fue rechazado por el 52,41% de los votos.


Otros presidentes no han tenido los mismos escrúpulos. En 1986, cuando las elecciones legislativas llevaron al poder a una mayoría de derechas, François Mitterrand, tan crítico con las instituciones de la V República, permaneció en el cargo y tomó como primer ministro a Jacques Chirac, instaurando así la primera cohabitación antinatural y estéril. En 1997, tras la desafortunada disolución de la Asamblea Nacional, Chirac también permaneció en el cargo y tomó como primer ministro al socialista Lionel Jospin. De nuevo, en 2005, tras perder el referéndum sobre el proyecto de Constitución europea, Chirac se cuidó de no tomar la vía de la salida. Duro crítico de la política «antinacional» de la «Europa federal» y del «partido de los extranjeros» durante el llamamiento de Cochin en 1978, y crítico de la «Europa supranacional», la «Europa tecnocrática» y la «Europa molusco» en 1979, Chirac fue uno de sus más firmes defensores veinte años después. Acreditado junto a su ministro Villepin por su actitud gaullista contra la guerra de Irak (2003), prefirió después enmendarse optando deliberadamente por la sumisión más total a Washington. Como decía el ministro Edgar Faure, y antes el revolucionario Camille Desmoulins, «no es la veleta la que gira, es el viento». En 2007, nada más llegar al poder, Sarkozy anunció que Francia se reincorporaría a la OTAN, a pesar de que De Gaulle la había retirado ventajosamente en 1966.  Ese mismo año, con la ayuda de centristas y socialistas, Nicolas Sarkozy hizo ratificar por la Asamblea Nacional el Tratado de Lisboa sobre la nueva Constitución Europea, pese a que había sido rechazado por el pueblo en el referéndum del 29 de mayo de 2005. Desde entonces, no se han vuelto a celebrar referendos… Fue François Hollande quien, en 2016, hizo ratificar el Protocolo de París de 1952 que organiza el estatuto jurídico -en realidad la extraterritorialidad absoluta- de las bases de la OTAN en Francia [Sólo un diputado de LR (Les Républicains, partido supuestamente gaullista) votaría en contra de reactivar este protocolo, caduco desde que De Gaulle obligó a los GI y a sus familias a hacer las maletas en 1967].


Otro ejemplo de la distorsión antidemocrática de las instituciones republicanases, la utilización por Emmanuel Macron del artículo 49.3 de la Constitución para imponer al pueblo francés la reforma de las pensiones. Este artículo fue diseñado originalmente, más concretamente por Michel Debray, para garantizar que el interés nacional y la legitimidad popular prevalecieran sobre el gobierno de los partidos y no para aplicar leyes rechazadas por la mayoría del pueblo. De Gaulle prefería al pueblo a la representación parlamentaria poniendo en juego su responsabilidad democrática. Consultar regularmente al pueblo era lo que él consideraba la forma más democrática de reconstruir su legitimidad. Pero desde entonces, a los grandes dirigentes políticos de derecha y de izquierda no les ha importado lo mínimo.


A fin de cuentas, el «poder personal» de Charles de Gaulle era mucho más democrático que el de sus rivales y falsos discípulos. El poder de estos últimos ha sido mucho más claramente oligárquico que el del fundador de la V República.


Dicho esto, las instituciones son sólo un aspecto del pensamiento gaullista. Entonces, ¿qué es el pensamiento gaullista? Para responder seriamente a esta pregunta, hay que tomarse la molestia de examinar los escritos, discursos y testimonios del General, y no limitarse a los comentarios interesados y distorsionadores de autoproclamados «especialistas» que sólo quieren ver en él una especie de teórico de las circunstancias excepcionales.


Leer en La Gaceta de la Iberosfera



De Gaulle y Franco en Madrid