Campos Elíseos
Jean Juan Palette-Cazajus
Mola el título, ¿verdad? A fuer de honrado, confesaré que se lo acabo de robar a la emisora France-Culture que, celebrando el evento con su docto estilo propio, así encabezaba, este pasado lunes, una emisión especial sobre historia y fútbol. De modo que mientras me iba desperezando, en la mañana del lunes de Gloria, me acordé de pronto de que yo era campeón del mundo (¡!!!). Bajé las escaleras de mi dormitorio levitando y embargado por un difuso sentimiento de superioridad aristocrática que, la verdad sea dicha, no resistió la prueba del espejo: no había amanecido ni más alto, ni más guapo,
ni -¡ay!- más joven.
ni -¡ay!- más joven.
Superada la terrible frustración inicial, debo decir que no me apasiona el futbol. Hablar de 4.4.2 o de 2.4.3.1, si es que existen semejantes dispositivos tácticos, me suena a física cuántica. Ver un partido al lado del amigo Pepe Campos, riguroso analista donde los haya, me produce la misma sensación de inferioridad intelectual que solemos experimentar quienes nos picamos de filosofía cuando alguien nos viene a decir que Hegel le resulta transparente. Por no hablar de la admirable manera de hablar de fútbol con que nos suele maravillar Francisco Javier Gómez Izquierdo. A mí, lo que me gusta de verdad, es el rugby, al que considero deporte “schopenhaueriano”, el de la voluntad con estética y de la virilidad con ética. Pero la reciente y catastrófica gira veraniega -3 partidos, 3 derrotas- de los “Bleus” en tierras de los intocables “All Blacks” neozelandeses me había tocado -más si cabe- una moral, últimamente prendida con alfileres.
Brigitte y Pogba
De modo que por éstas y otras oscuras y personales razones fui incapaz de encender la tele durante este Mundial para ver aunque fuese un solo partido de los “Bleus”, de los “mancos”, como llamamos los fans de rugby a los futboleros. ¡Ni siquiera la final! Si me perdonan la cursilería, diré que viví separado del Mundial por un verdadero abismo existencial. Es más, tropezando, a punto de acostarme, con una retransmisión diferida de la final, la única conclusión que pude sacar, desde mi ignorancia, fue que quienes parecían jugar al futbol eran los croatas. Ciertamente, más injusta fue la derrota francesa frente al “enemigo hereditario”, en la semifinal de Sevilla 1982.
Admitiré, sin embargo, que, si no soy capaz de perder un minuto en contemplar un partido de la liga francesa, la liga española me suscita mucho mayor interés.Y no solamente por la querencia masoquista y estetizante que me une desde la adolescencia al único club que ha tenido la torería de mantener en castellano el nombre de su deporte. También porque el fútbol en España constituye, en mucha mayor medida que en Francia, un vínculo social y un factor de identidad. Mejor dicho, desgraciadamente, de “identidades”. Donde mejor se comprueba que la mayor fuerza de un vínculo entre unos es la que adquiere cuando es también un vínculo contra otros. Curiosamente la jerarquía de la liga española suele reflejar con casi total analogía la jerarquía de las “nacionalidades” y la realidad de sus problemas y “fracturas”. Es el drama de todas las identidades inciertas y artificiales que se nutren de la famosa frase de Montaigne en sus “Ensayos” (III, 13, 1065). La repetiré porque apuesto que la habéis olvidado, por más uso y abuso que hice de ella hace algún tiempo: «La semejanza une menos de lo que separa cualquier diferencia», («La ressemblance ne fait pas tant un comme la différence fait autre»). No puedo resistir completarla con un refrán africano, creo que de Malí, que acabo de descubrir: «Basta que dos personas se odien para que el odio se extienda a toda la humanidad».
En la escalinata del Elíseo
Barthélémy Joly, consejero y limosnero del Rey de Francia, viajó largamente por España entre 1603 y 1604 y esto contaba en la relación de sus andanzas: «Entre ellos los españoles se devoran, prefiriendo cada uno su provincia a la de su compañero, y haciendo por deseo extremado de singularidad muchas más diferencias de naciones que nosotros en Francia, picándose por ese asunto los unos con los otros y reprochándose el aragonés, el valenciano, catalán, vizcaíno, gallego, portugués los vicios y desgracias de sus provincias; es su conversación ordinaria. Y si aparece un castellano entre ellos, vedles ya de acuerdo para lanzarse todos juntos sobre él, como dogos cuando ven al lobo». En Francia, no hay clubes con identidad local tan afirmada, quitando sin duda el Olympique de Marsella. Ni mencionaré al turbio, mercenario e ¿islamista ? «Qatar Saint-Germain». Puede ser por la falta de palmarés y el tipo de financiación, pero parece evidente que aquello refleja ante todo la historia jacobina unitaria sobre cuya base se construyó la modernidad del país. Y es cierto que la gente se reúne sin reservas ni reticencias alrededor de la selección nacional.
Si no vi ningún partido durante el torneo, contemplé las celebraciones con cierta curiosidad sociológica. Me pareció que, tanto el domingo por la noche como el lunes, para recibir a los “bleus”, las “banlieues” se habían desplazado en masa a los Campos Elíseos. En Francia las clases medias considerarían como una desgracia que alguno de sus vástagos quisiera dedicarse al fútbol. Tanto ellas como las “banlieues” consideran que la práctica del fútbol es cosa de las segundas. La prensa española ha destacado los incidentes y destrucciones que salpicaron la celebración. La francesa apenas si los relató. Fueron los “rutinarios”. Dado lo acontecido durante los últimos años se podía temer lo peor al amparo de tales concentraciones. Todas las fuerzas del orden estaban movilizadas y los esfuerzos y la tensión requeridas tuvieron que ser agotadores. En otras ocasiones parecidas proliferaban las banderas argelinas, marroquíes, palestinas o de parecida laya, en actitudes claramente desafiantes. Esta vez eran casi totalmente ausentes. Resultaba incluso llamativa la profusión de banderas tricolores en manos de quienes no se las esperaba. Tal vez porque la realidad innegable de la “anti Francia”, del “enemigo interior”, como tuvo Manuel Valls el valor de nombrarlo, había optado por quedarse en casa.
Marsellesa en la escalinata
La verdad, me puse pelín nervioso ante el entusiasmo casi histérico de mucha gente joven. Me atrevo a considerar que Francia -y no sólo Francia, por supuesto- tiene historia y cultura suficientes para sobrevivir con dignidad sin la necesidad de alardear de títulos balompédicos. Sabedor del atroz analfabetismo circundante, no tengo dudas de que muchos de los que se desgañitaban viven de espaldas a la historia del país y de su cultura. Y no me refiero exclusivamente a los que proceden de fuera. Ciertamente esta vez, a diferencia del desastroso Mundial surafricano de 2010, los jugadores “se portaron bien”. Alardearon de patriotismo, y demostraron férreo espíritu de grupo, destacando los portavoces, Griezmann y Pogba. Hasta el punto -no sé si por influencia de la pareja presidencial que acampó en el vestuario a partir de las semifinales- que les dio a veces por lanzar vivas a la República, la última ocasión con el entrenador Deschamps en la escalinata del Elíseo, antes de entonar la Marsellesa. A pesar de tanta verbena, no me arriesgaré a aventurar la hipótesis de que la parte “sana” de las “banlieues” haya avanzado en el proceso de integración. En absoluto conviene sacar conclusiones sociológicas de este estilo de celebraciones. Puestas a significar algo, su carácter efímero de sarpullido, de “fuego de paja”, como se dice acertadamente en francés, puede revelar todo lo contrario de lo que dicen las primeras impresiones. O incluso cosas muy otras e imprevisibles. Hoy martes 17, ha vuelto la calma, y con ella -business as usual- los problemas aparcados.
El tópico de la Francia mestiza lo invocó sobre todo la prensa extranjera, particularmente la española. En esta ocasión, a diferencia de lo ocurrido en 1998, políticos y periodistas franceses procuraron no pillarse los dedos con el vidrioso tema. En 2005, siete años después del triunfo de 1998, habían ardido las “banlieues”. Desde entonces se han venido amontonando los acontecimientos trágicos. «¡Francia eterna y universal, sólo movida por la fuerza de las ideas, siempre capaz de reunir a sus hijos más diversos en la consecución de un ideal común, aunque sea un mundial de balompié!»: Frase recién improvisada para vosotros ¡regalo de la casa! Puedo confeccionaros cien parecidas. No os quepa la más mínima duda, los fanáticos visionarios de la utopía sin fronteras usarán el argumento en los próximos días: «Los aceptáis cuando se llaman M’Bappé o Pogba pero los rechazáis cuando llegan en patera». Dicho sea de paso, M’Bappé, Pogba y los demás nacieron en Francia. No llegaron a lo que son “gracias” al origen exterior de sus padres sino gracias a la atención educativa y deportiva que, desde la infancia, recibieron en Francia. Por definición y en ningún caso extensible al África entera. Durante toda la modernidad Francia ha peleado con una imposible cuadratura del círculo: conciliar la continuidad de su identidad como nación y su pretensión universalista. Tan imprudente exhibicionismo moral viene cavando su propia tumba. A poco que se intente cerrar la puerta, braman los aprovechados acusando a Francia de traición de los propios ideales, de hipocresía o de duplicidad. La presión externa ya es irresistible. “Aporía” dice el DRAE es un “enunciado que expresa o que contiene una inviabilidad de orden racional”. Aporía insalvable es la de quienes pretenden difuminarse en un muy dudoso universal y mantener una identidad histórica y cultural.
Macron cuidando la reelección
Para concluir: lo único positivo, para mí, de la prematura eliminación de España fue evitarme la dolorosa eventualidad del “corazón partío” en algún momento. El llamado biculturalismo suele ser generalmente un pufo donde la persona incriminada no domina ninguna de las dos culturas, ni la de origen ni la adquirida, o peor, y es lo más frecuente, pasa olímpicamente de las dos. Pero cuando alguien se lo toma en serio la cosa resulta menos divertida. Hay que lidiar constantemente con la suspicacia de los puristas imbéciles de ambas tribus. Son siempre mayoría. En cuanto a la ventaja proporcionada por el privilegio intelectual de la mirada distante, del “regard éloigné”, que decía el maestro Lévi Strauss, queda anulada por el insuperable sentimiento de absoluta soledad.
Campeones
¿También yo?