María Soraya gritando con los ojos
Ignacio Ruiz Quintano
Abc
A los meros espectadores de la política, de la kermese pepera siempre nos quedará el grito de María Soraya detrás del abanico. ¡Ah, ese abanico o flabelo, símbolo moralizante de la persona con más flabelíferos que hemos conocido, todos pasados, sin pudor, pero con pluma y micrófono, al bando del vencedor!
Primero fue la transfiguración santapolera de Mariano (“Seguiré con vosotros”) y después vino la elevación flabeliforme de María Soraya (“Hoc est corpus meum”) que culminó en un grito de gritos, pues María Soraya es personaje de gritar con los ojos, aunque su grito ocular no convenciera ya a nadie (¡el de Cristo en la cruz convirtió al menos al Centurión!), disgusto que se hubiera ahorrado, la mujer, de haber leído a Robert Michels, que enseña que los miembros de una organización votan siempre por quien creen que les puede hacer menos daño.
–La representación es un espejismo. Daudet nos demuestra cómo el “brave commandat” Bravida, que nunca se apartó de Tarascón, se convence, bajo la influencia del sol, de que estuvo en Shangai y vivió toda clase de aventuras heroicas. De igual modo el militante moderno termina por creer que confiando su causa a un delegado asegurará su participación directa en el poder.
La primera experiencia de poder en el niño es un grito (“un vagido profético”, lo llama Santayana), y en el caso de María Soraya, que venía a hacer política para los niños (“no para los abuelos”), también la última.
A Schopenhauer, que cree imposible la representación plástica del grito, lo refuta Munch (la verdad es que ya lo habían refutado mucho antes los escultores rodios del Laocoonte) con un grito adolescente que consigue sublimar la angustia en movimiento ondulatorio: la pareja burguesona que pasea ajena a su grito son Zapatero y Susana, que apoyaron a María Soraya para hundirla, y los dos barcos prestos en la ensenada, el duopolio televisual creado por ella.
–La vie est ondoyante –era la coletilla de Pla, siempre mirando a Montaigne.