“Al” Swearengen
Ignacio Ruiz Quintano
Abc
Lo que tranquiliza de este gobierno cani que los españoles no han votado es que sobre la mesa del presidente está, para “empatizar” con las visitas, el busto de Azaña, que no es la terracota que Donatello hizo a Niccolò da Uzzano, pero que, conocidas las fantasías necrofílicas de Sánchez, da que pensar.
Los mitómanos de “Deadwood”, donde mataron a Wild Bill Hickock en la mesa de juego cuando llevaba la mano de la muerte (dos ases y dos ochos), recordarán a “Al” Swearengen (Ian McShane), el dueño del salón “La Gema”, platicando con una cabeza de indio que guardaba en una caja de cartón. Bueno, pues así Sánchez con su busto de Azaña, tipo agrio al que también Aznar, otro agrio, tomó cariño en los 90.
Antes de convertirse en busto, Azaña se creyó, como Sánchez, más listo (y más malo) que los comunistas, y pensó que podría utilizarlos hasta que un día, en Valencia, le confesó a Albornoz:
–La guerra está perdida, pero si por milagro la ganáramos, en el primer barco que saliera de España tendríamos que salir los republicanos. ¡Si nos dejaban!
Sus frases (y Azaña es un hombre de frases, en general bastante cursis) dan lo mismo para un roto que para un descosido. En el 31, cuando le llega la noticia (verdadera) de la quema de iglesias y conventos, tiene una que en su boca suena a yema de Santa Clara: “Todas las iglesias y conventos de España no valen la vida de un republicano”. Pero en el 36, cuando le llega la noticia (falsa) del bombardeo del Museo del Prado, exclama, transido de dolor: “¡A ese precio no quiero la República!” República que era la suya (“una República de trabajadores”, en palabras de Luisito Araquistáin, que iba de Jefferson de Bárcena de Pie de Concha), y por cuyo sillón presidencial Azaña el del busto violó (es verdad que temblándole el pulso) la Constitución, que también era la suya.
–¡No quiero ser presidente de una República de asesinos! –le oirán suspirar luego, ante las matanzas en la cárcel Modelo.
Vaya guasa, el busto.