jueves, 1 de febrero de 2018

The L Word


Parece una palabra caída de otro planeta.

        Ahora definitivamente lo es.

        Lawton.

        Dos sílabas clavadas muy hondo en mi desmemoria. Antes del parto †, en el parto †, después del parto †.

        Lawton en la letanía amorosa de la Oración a San Luis Beltrán, que mi padre me leía cada viernes al despertar. Poco antes de salir para la escuela Nguyen van Troi, donde nadie podía enterarse de nuestro amor de cruces y persignaciones.

        Criatura de Dios, yo te ensalmo y bendigo.

        Los viernes eran días tan llenos de vida. Los viernes eran monumentos descomunales abiertos al porvenir.

        Por tu gloriosísimo nacimiento. Lawton, luz de vocales anchas y consonantes ajenas. Como el mundo iba a ser entonces, según mi mente de cinco o seis años.

        Por tu gloriosísima resurrección. Lawton, nana susurrada en la voz perdida para siempre de mi papá.

        La poesía no sirve para nada al respecto. Pase lo que pase en el universo, la voz de mi padre nadie la escuchará jamás. Ni en Lawton ni en ninguna otras dos sílabas susurradas de Cuba.

 Consummatum est.

        Esa pérdida nos deja huérfanos de remate. Espantables de todo. Incapaces de ser nosotros ahora los padres de nadie, desde hoy hasta la eternidad.

        Hijos sin hijos.

        Te extraño. Te extraño a ti y extraño a mi padre.

        Pero no tengo a quién confesárselo.

        El exilio es ansí.

        Un eco de voces desaparecidas, que a nadie le importan a nuestro alrededor. Tal vez ni siquiera a nosotros mismos.

        Fuera de Cuba nunca se hace silencio, aunque nadie nos hable durante días y días. Pero el ruido dentro de nuestras cabezas hay madrugadas en que resulta atronador.

        Los muertos no se callan la boca.

        Es lo único que les queda, aunque tampoco sirva para nada al respecto: nuestra memoria.