Ignacio Ruiz Quintano
Abc
El resumen más periodístico de Arco se lo oí hace una docena de años al pintor Pepe Cerdá:
–Qué sitio más feo. Qué ridícula impostación de todo el mundo. Qué tontorrón es todo.
Él se consolaba pensando en la anécdota de Rockefeller cuando su limpiabotas le pidió consejo para invertir en bolsa: el millonario reaccionó sacando todo el dinero que tenía en acciones… y sucedió el crack del 29, que no es nada al lado de lo que, según el periódico global, puede suceder en España porque una galería de Arco retiró unas fotografías políticas.
–¡Nos matan la democracia! –denuncian sus editorialistas.
A la democracia nadie le ha visto el pelo por aquí, pero ocurre que, así como el contacto momentáneo de dos imágenes produce una metáfora, el contacto casual de dos palabras, “cultura” y “censura”, produce globitos de demagogia que alegran la vida de un país que incluye unánimemente en su código penal (el auténtico baremo político de una sociedad) la arbitrariedad suprema: el delito… ¡de odio! Enchiquerar a alguien no por sus actos, sino por sus sentimientos es el último grito en la industria del progreso.
Uno de los popes de esa industria, el Nobel Vargas (¡aquel entrañable Varguitas de Julia Urquidi!), publica ahora sus memorias políticas, que es como si Mariano Rajoy publicara sus memorias literarias. Vargas cree que liberalismo es sinónimo de democracia, y dice que la España de 1975 (la octava economía mundial, entonces, con un déficit del 7 por ciento del PIB, frente al actual 110 por ciento) era… ¡Tercer Mundo!, pero en 1975 el país rescatado (como Grecia hoy) por el Fondo Monetario Internacional fue la Gran Bretaña arruinada por el laborismo de Edward Heath, que daría paso al “thatcherismo”.
Enternece, en el arqueo, ver al editorialista del periódico global jugando a Max Stirner, aquel que recordó que fue en la época de su mayor libertad cuando Grecia estableció el ostracismo, desterró a los ateos y sirvió la cicuta al más probo de sus pensadores.