MARTÍN-MIGUEL RUBIO ESTEBAN
Doctor en Filología Clásica
En 1997 España escribió un capítulo de novela justiniana. Aquella mañana de otoño se desataba lentamente sobre la ciudad. Parecía que no venía del sol, oculto por los gases urbanos, sino de la ciudad misma, y que era de los muros y de los tejados visualmente inaccesibles de donde la luz de lo alto se desprendía. Javier comprendió una vez más en sus propias carnes laceradas que la Administración de Justicia, parecida a esos relojes parados que se encuentran en las plazas de los pueblos o en algunas estaciones de tren, no se ha hecho nunca para juzgar a los ladrones cuyo patrimonio superaba entonces los veinte mil millones de pesetas, que nadie es delincuente si se parapeta en una fortuna de veinte mil millones de aquellas pesetas, que los ricos siempre han tenido el privilegio no sólo de que sus obsequiosos vicarios hagan las leyes, sino también de elegir a los jueces que se atreven a juzgarlos. Una vez más el escita Anacarsis se nos imponía: “Las leyes son telarañas fabricadas sólo al efecto de atrapar moscas enclenques; las gordas y los moscardones fácilmente rompen la urdimbre de la telaraña”.
Y el pueblo agacha la cabeza y acepta. Siempre ha sido así. El pueblo español siente la vulgaridad como un hogar. El pueblo español siente el cotidiano desprecio como maternal. El pueblo español prefiere la realidad a la verdad. Una realidad absolutamente anafrodisíaca. La costumbre hace incluso agradables los hostigos que nos inflige el cómitre. “Entre sube y baja el palo descansa la costilla”, se dice en Castilla. La mayor parte de los seres humanos no sienten la cenestesia de su propia dignidad. La injusticia parece rodear, fatídicamente, como un mar inmenso, a la isla de náufragos que es la vida.
A muchos nos entristecía ver a Javier, el juez de camisas de azul celeste, con cuánta generosidad y dulzura acataba su inicua recusación en uno de los procesos pecuniarios más transcendentales del país desde que se iniciase la llamada Transición a la “Democracia”. En su acatamiento franciscano, casi dulce y rubendariano, resplandecía en toda su pureza el verdadero espíritu de servidor público.
Es conveniente que la Justicia entre por cauces de normalidad y sosiego. Los jueces y funcionarios somos útiles y no imprescindibles, y quien se crea imprescindible es cosa suya. La lluvia caía sobre Madrid, sucia y triste, pero suave, como en un cansancio universal; no relampagueaba, y apenas, de vez en cuando, con el ruido muy lejano, un trueno corto gruñía duro, y a veces como que se interrumpía, cansado también. Uno de los funcionarios abrió las ventanas del Juzgado. Un aire fresco, con restos de materia orgánica putrefacta, se insinuó en la habitación. Un conserje ataviado con su impecable uniforme de lindos y desfasados agremanes ataba las numerosas carpetas del inmenso y sagrado Sumario arrebatado a Javier en el final crepuscular de la vasta oficina.
Ha dejado de llover –dijo el conserje, a nadie en concreto.
El elegante uniformado se marchó jadeante, portando en sus brazos treinta kilos de carpetas y papeles atados. El juez Javier miró por la ventana, sonriendo, con los codos en el alféizar metálico. Miraba sin ver y respiraba ansiosamente. Estaba recordando al capitán de la policía judicial de la obra de Leonardo Sciascia, El día de la lechuza, y al identificarse un poco con él se sentía más aliviado. A pesar de irse la lluvia, el sol le pareció menos brillante, las casas y las gentes menos pintorescas, y eso que aquel sol otoñal lo doraba todo y era uno de los días más hermosos de Octubre, el mes en el que Madrid es más bello. Luego, se sacudió de los codos del traje, azul oscuro, todo el polvo del alféizar, que nadie había limpiado, ignorando que tendría un día, aunque sólo fuese un momento, que ser la amurada sin polvo inveterado de un barco que singla en un turismo infinito.
¡Qué coincidencia! Dos días después de la impúdica recusación de Javier, que le inhabilitaba para poder juzgar al gran capitalista y nabab de los medios de comunicación nacionales, un exsecretario de Estado del Ministerio del Interior, contra el que el fiscal de una Sala del Supremo pedía 23 años de cárcel por haber protegido una siniestra organización que había asesinado y torturado a ciudadanos vascos, así como robado a espuertas de la ubre universal del erario público, afirmaba en la televisión que él no era un delincuente, sino que como otros que habían ocupado altos cargos durante el gobierno socialista, era víctima de una prava conspiración republicana –se cernía como la sombra de un murciélago el fantasma de Trevijano–, que pretendía ominosa acabar con el casi celícola régimen político de entonces y ahora. Otra vez la historia de la transubstanciación del delito común en interés público.
Otro gran juez, Joaquín, buen amigo de Javier, salió a la ululante palestra de la opinión pública con un estupendo artículo, en el que denunciaba con extraordinario gracejo literario al juez que había aceptado la recusación contra Javier, imposibilitándole poner término a un sumario tan peligroso y transcendente, desde el punto de vista social y político, del mismo modo que el rijoso Herodes entregaba la cabeza de San Juan Bautista a aquélla que el profeta del desierto había llamado pecadora. También ponía sobre el tapete público la cuestión de si los poderosos, por el hecho mismo de ser poderosos, podían recusar sin más al juez natural que les había correspondido. Joaquín era orondo y vitalista como lo fuese el gran Fritz Ebert, y con traje de baño debía traer a la memoria histórica la mismísima imagen de aquel primer gran presidente de la República de Weimar, tan monárquico en el fondo.
El odio agiotista y mafioso contra Javier no tenía tregua ni reposo: hasta un fiscal vendido al poder de los económicamente poderosos le multó con 350.000 pesetas por prevaricación. El acoso y derribo del juez que se había atrevido a mirar con parsimonia los almidonados bolsillos de los poderosos parecía un programa perfectamente premeditado y urdido. Se acosaba el recto cumplimiento de un funcionario incorruptible, se asediaba su fuerza espiritual, que parecía inexpugnable, se perseguía a sus amigos y se les intimidaba. El cerco a la honestidad se estrechaba. La verdad y la justicia sufrían una gran angustia. Por fin, la justicia fue vencida. La Audiencia Nacional resolvió archivar las principales acusaciones contra los magnates o nababes de los medios de comunicación. Los moscardones lograron romper las telarañas de las leyes. El amor a la justicia se enfrió en la mayor parte de los corazones. Javier era ahora llamado por la Audiencia Nacional, que tanto él hizo por prestigiarla, “errático y parcial”. La cobardía de los jueces convertía el robo del poderoso en otro sustantivo menos montaraz y transparente, que quedaba secluso del Código Penal. Otra vez la transubstanciación del crimen en una nadería mercantil. Las normas ónticas, deónticas y procedimentales se retorcieron merced a una hermenéutica delirante. Conversión total de la substancia del crimen en la substancia sustanciosa que fundamenta los imperios capitalistas. El pan y el vino del delito convertidos en el cuerpo y la sangre de una gran empresa. Todo ello se conseguía con una consagración ejecutada y celebrada por almas pusilánimes, por almas muertas, gogolianas. Infame tarea de magia jurídica. El Dios-Dinero, Mammon fenicio, transustanciaba ahora el “delito” en “práctica habitual de la gran empresa”. Impudicia alucinante. Nemo potest duobus dominis servire.
Doctor en Filología Clásica
En 1997 España escribió un capítulo de novela justiniana. Aquella mañana de otoño se desataba lentamente sobre la ciudad. Parecía que no venía del sol, oculto por los gases urbanos, sino de la ciudad misma, y que era de los muros y de los tejados visualmente inaccesibles de donde la luz de lo alto se desprendía. Javier comprendió una vez más en sus propias carnes laceradas que la Administración de Justicia, parecida a esos relojes parados que se encuentran en las plazas de los pueblos o en algunas estaciones de tren, no se ha hecho nunca para juzgar a los ladrones cuyo patrimonio superaba entonces los veinte mil millones de pesetas, que nadie es delincuente si se parapeta en una fortuna de veinte mil millones de aquellas pesetas, que los ricos siempre han tenido el privilegio no sólo de que sus obsequiosos vicarios hagan las leyes, sino también de elegir a los jueces que se atreven a juzgarlos. Una vez más el escita Anacarsis se nos imponía: “Las leyes son telarañas fabricadas sólo al efecto de atrapar moscas enclenques; las gordas y los moscardones fácilmente rompen la urdimbre de la telaraña”.
Y el pueblo agacha la cabeza y acepta. Siempre ha sido así. El pueblo español siente la vulgaridad como un hogar. El pueblo español siente el cotidiano desprecio como maternal. El pueblo español prefiere la realidad a la verdad. Una realidad absolutamente anafrodisíaca. La costumbre hace incluso agradables los hostigos que nos inflige el cómitre. “Entre sube y baja el palo descansa la costilla”, se dice en Castilla. La mayor parte de los seres humanos no sienten la cenestesia de su propia dignidad. La injusticia parece rodear, fatídicamente, como un mar inmenso, a la isla de náufragos que es la vida.
A muchos nos entristecía ver a Javier, el juez de camisas de azul celeste, con cuánta generosidad y dulzura acataba su inicua recusación en uno de los procesos pecuniarios más transcendentales del país desde que se iniciase la llamada Transición a la “Democracia”. En su acatamiento franciscano, casi dulce y rubendariano, resplandecía en toda su pureza el verdadero espíritu de servidor público.
Es conveniente que la Justicia entre por cauces de normalidad y sosiego. Los jueces y funcionarios somos útiles y no imprescindibles, y quien se crea imprescindible es cosa suya. La lluvia caía sobre Madrid, sucia y triste, pero suave, como en un cansancio universal; no relampagueaba, y apenas, de vez en cuando, con el ruido muy lejano, un trueno corto gruñía duro, y a veces como que se interrumpía, cansado también. Uno de los funcionarios abrió las ventanas del Juzgado. Un aire fresco, con restos de materia orgánica putrefacta, se insinuó en la habitación. Un conserje ataviado con su impecable uniforme de lindos y desfasados agremanes ataba las numerosas carpetas del inmenso y sagrado Sumario arrebatado a Javier en el final crepuscular de la vasta oficina.
Ha dejado de llover –dijo el conserje, a nadie en concreto.
El elegante uniformado se marchó jadeante, portando en sus brazos treinta kilos de carpetas y papeles atados. El juez Javier miró por la ventana, sonriendo, con los codos en el alféizar metálico. Miraba sin ver y respiraba ansiosamente. Estaba recordando al capitán de la policía judicial de la obra de Leonardo Sciascia, El día de la lechuza, y al identificarse un poco con él se sentía más aliviado. A pesar de irse la lluvia, el sol le pareció menos brillante, las casas y las gentes menos pintorescas, y eso que aquel sol otoñal lo doraba todo y era uno de los días más hermosos de Octubre, el mes en el que Madrid es más bello. Luego, se sacudió de los codos del traje, azul oscuro, todo el polvo del alféizar, que nadie había limpiado, ignorando que tendría un día, aunque sólo fuese un momento, que ser la amurada sin polvo inveterado de un barco que singla en un turismo infinito.
¡Qué coincidencia! Dos días después de la impúdica recusación de Javier, que le inhabilitaba para poder juzgar al gran capitalista y nabab de los medios de comunicación nacionales, un exsecretario de Estado del Ministerio del Interior, contra el que el fiscal de una Sala del Supremo pedía 23 años de cárcel por haber protegido una siniestra organización que había asesinado y torturado a ciudadanos vascos, así como robado a espuertas de la ubre universal del erario público, afirmaba en la televisión que él no era un delincuente, sino que como otros que habían ocupado altos cargos durante el gobierno socialista, era víctima de una prava conspiración republicana –se cernía como la sombra de un murciélago el fantasma de Trevijano–, que pretendía ominosa acabar con el casi celícola régimen político de entonces y ahora. Otra vez la historia de la transubstanciación del delito común en interés público.
Otro gran juez, Joaquín, buen amigo de Javier, salió a la ululante palestra de la opinión pública con un estupendo artículo, en el que denunciaba con extraordinario gracejo literario al juez que había aceptado la recusación contra Javier, imposibilitándole poner término a un sumario tan peligroso y transcendente, desde el punto de vista social y político, del mismo modo que el rijoso Herodes entregaba la cabeza de San Juan Bautista a aquélla que el profeta del desierto había llamado pecadora. También ponía sobre el tapete público la cuestión de si los poderosos, por el hecho mismo de ser poderosos, podían recusar sin más al juez natural que les había correspondido. Joaquín era orondo y vitalista como lo fuese el gran Fritz Ebert, y con traje de baño debía traer a la memoria histórica la mismísima imagen de aquel primer gran presidente de la República de Weimar, tan monárquico en el fondo.
El odio agiotista y mafioso contra Javier no tenía tregua ni reposo: hasta un fiscal vendido al poder de los económicamente poderosos le multó con 350.000 pesetas por prevaricación. El acoso y derribo del juez que se había atrevido a mirar con parsimonia los almidonados bolsillos de los poderosos parecía un programa perfectamente premeditado y urdido. Se acosaba el recto cumplimiento de un funcionario incorruptible, se asediaba su fuerza espiritual, que parecía inexpugnable, se perseguía a sus amigos y se les intimidaba. El cerco a la honestidad se estrechaba. La verdad y la justicia sufrían una gran angustia. Por fin, la justicia fue vencida. La Audiencia Nacional resolvió archivar las principales acusaciones contra los magnates o nababes de los medios de comunicación. Los moscardones lograron romper las telarañas de las leyes. El amor a la justicia se enfrió en la mayor parte de los corazones. Javier era ahora llamado por la Audiencia Nacional, que tanto él hizo por prestigiarla, “errático y parcial”. La cobardía de los jueces convertía el robo del poderoso en otro sustantivo menos montaraz y transparente, que quedaba secluso del Código Penal. Otra vez la transubstanciación del crimen en una nadería mercantil. Las normas ónticas, deónticas y procedimentales se retorcieron merced a una hermenéutica delirante. Conversión total de la substancia del crimen en la substancia sustanciosa que fundamenta los imperios capitalistas. El pan y el vino del delito convertidos en el cuerpo y la sangre de una gran empresa. Todo ello se conseguía con una consagración ejecutada y celebrada por almas pusilánimes, por almas muertas, gogolianas. Infame tarea de magia jurídica. El Dios-Dinero, Mammon fenicio, transustanciaba ahora el “delito” en “práctica habitual de la gran empresa”. Impudicia alucinante. Nemo potest duobus dominis servire.