Sin embargo, cuando decíamos, hace todavía poco tiempo, que el número de
comunistas era pequeño en España, no nos engañábamos. Eran y siguen
siendo una minoría, aun entre los que combaten en las trincheras rojas y
entre los que forman su retaguardia. El
error nuestro, como el de los demás países de la Europa occidental o de
América, está en juzgar la importancia social de una idea —y
concretamente de la comunista— por el número de sus afiliados. Si
el ser humano fuera capaz de atenerse a la experiencia histórica, le
bastaría el recuerdo de que la revolución rusa triunfó por el esfuerzo
de un grupo casi insignificante de bolcheviques. Pero así como la
conducta individual se basa en gran parte en la propia experiencia, la
experiencia histórica no influye absolutamente para nada, y
probablemente no influirá nunca en la conducta de las colectividades. En
España ha ocurrido lo mismo que en Rusia. Unos cuantos hombres de acción, representantes de una masa incapaz de elegir más que un número exiguo de diputados, pero bien organizados y decididos a todo, se han impuesto a la mayoría.
El mecanismo de este triunfo es ahora evidente. Descontada la
organización y la disciplina, innegables, se basa en la táctica de
servirse sin escrúpulos de todas las fuerzas afines, probablemente
colaterales, sean las que sean, para desecharlas en cuanto se ha logrado
la victoria. Maquiavelismo puro. El comunismo español apenas tenía, ya
avanzada la revolución, unas pocas organizaciones, comparadas con las
muy numerosas de los socialistas, en sus diversos matices, de los
anarquistas y sindicalistas y de los republicanos de izquierda. Sólo dos
o tres ministros las representaban en los gobiernos revolucionarios,
inclusive en el actual, y el número de sus diputados era, como hemos
dicho, y es también exiguo. Sin embargo, el comunismo no sólo ha
impuesto su poder en la España roja, sino que ha reducido a la
impotencia a los grupos socialistas, algunos tan fuertes al principio
del movimiento como el de Largo Caballero, héroe durante muchos
meses de la revolución; y, desde luego, a las nutridísimas masas de
anarquistas y sindicalistas, dueñas de la calle hasta el pasado mes de
abril y proveedoras del contingente más importante de soldados. La
acción caótica de estas fuerzas y su tendencia a la palabrería han sido
fácilmente dominadas por la severa disciplina comunista. Cuando
ha llegado la ocasión, estos «amigos del pueblo» no han tenido el menor
reparo en acudir a una represión sin piedad contra anarquistas y
sindicalistas, que son, entre paréntesis, dentro de la revolución, la
expresión más genuina de la psicología nacional.
Mas no hubieran podido conseguir esta extraordinaria victoria sin otro
apoyo que hábilmente habían ganado y explotado con anterioridad: el de
la opinión liberal. Así como la conquista de Rusia pudo lograrse por los
propios medios obreristas, la de los países occidentales hubiera sido
totalmente imposible con una opinión liberal adversa. La opinión liberal
ha dado en nuestro mundo su visto bueno a todos los movimientos
sociales. Fue la tirana del pensamiento europeo y americano durante el
siglo XIX. Y cuando su estrella empezaba a declinar, cobró nuevo impulso
y autoridad con la guerra europea, ganada en nombre de la democracia y
con el auge material de los Estados Unidos de América, que sienten el fervor democrático con el ímpetu un tanto petulante de la juventud.
Por eso durante los años que han precedido al movimiento actual la
propaganda comunista se especializó en la conversión del liberal de todo
el mundo hacia la simpatía a su causa.
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Publicado en la Revue de París en su número del 15 de diciembre de 1937